Podría inventariar las razones por las que admiro a Bob Dylan, pero ocuparían, desde la portada hasta la contra, todo el ejemplar de este diario. Algunas son pequeñeces (aunque sólo en apariencia): fue el primero en invitar a marihuana a los Beatles y, tras aquellas caladas, los ingleses dejaron la tontuna y se montaron en una nave espacial.
Otras, al contrario, son tan canónicas que bordean lo inmencionable: los discos de refundación del rock and roll de 1965 y 1966, cuando simbiotizó a Presley y Rimbaud en un personaje vertiginoso, celestial y ladino —hubo un tiempo, niños, en que Dylan fue un presagio de Rotten, Cobain y la Baader-Meinhof—; las Cintas del Sótano, el único GPS necesario para comprender el sonido que emerge de la tierra; la Gira de Nunca Acabar, un martirologio en el que anuncia, desde hace treinta años, su disposición a morir sobre las tablas... Aunque los dos últimos discos, Shadows in the Night (2015) y Fallen Angels (2016), merecen estar en el católogo para bailes de salón de cualquier residencia geriátrica, mantengo el ardor de un enamorado.
Dylan, huraño y silvestre, jamás me ha decepcionado: nunca se ha dedicado, como tantas otras leyendas vivas, a considerar que el mundo gira sobre las punteras de sus zapatos.
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