Si periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques, se deduce que las presiones son consustanciales al oficio: todos las hemos sufrido, hasta los autores de obituarios. Desde el ataque personal trufado de descalificaciones hasta la llamada al jefe, la amenaza de querella o la insinuación de retirar la publicidad.
Rechazables, pero tan habituales que son folklore del gremio, galardones que lucir en la máquina de café. Pero hay presiones y presiones, porque es muy diferente si vienen de un diputado de la oposición o de un ministro, de un policía o de un delincuente. No es lo mismo que te presione un banquero, un directivo, un futbolista o un tendero, porque el poder es muy diferente. Y si todas las amenazas son rechazables, las peores son las que tienen detrás el poder del Estado, de los bajos fondos o del dinero: las que ponen en riesgo físico al periodista o pueden torcer la línea editorial del medio. Esas son las que duelen de verdad, y no solo en el ego.
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