Crítica de 'Belfast'

Al contrario que Alfonso Cuarón con Roma, Pedro Almodóvar con Dolor y gloria y hasta Paolo Sorrentino con Fue la mano de Dios, Kenneth Branagh ha mirado a su pasado, a su infancia en Belfast para encontrar la alegría y la felicidad a pesar de todo. No solo son momentos jocosos (como podía haber en alguno de los títulos nombrados) es el espíritu total de la historia, protagonizada por un niño de nueve años, Buddy (que sería el propio Branagh), y su visión del comienzo de las revueltas violentas en Irlanda del Norte en 1969. 

Cómo el chaval ve las trincheras y hogueras como campo de aventuras junto a una intrépida amiga que le anima a unirse a marchas y saqueos. Y cómo su mente ya invadida por el cine y la televisión transforma esa cruda realidad en un entretenimiento amenizado por la música de Van Morrison (que pasó su infancia muy cerca de donde vivía el director). Branagh pasa del color del Belfast actual a un blanco y negro clásico para profundizar en sus recuerdos, este es su homenaje a la ciudad y a sus vecinos, a la resiliencia norirlandesa. 

El director se ha dejado invadir por la nostalgia más ligera, por recuerdos conmovedores, ve a sus padres (Jamie Dornan y Caitriona Balfe) como dos estrellas de cine, bailando en mitad de la pista ante los ojos de todos. La tensión y el drama de la huida forzosa que vivieron son conversaciones oídas en la distancia, casi fuera de plano. Mientras, el niño sigue su vida casi ajeno a lo que ocurre.