Crítica de 'El acontecimiento'

Hay momentos de la vida en los que el cuerpo es un extraño. Un tumor, una depresión, un embarazo no deseado revelan hasta qué punto no controlamos nuestra naturaleza. Al comienzo de El acontecimiento, Anne –impresionante Anamaria Vartolomei, que lleva en su rostro todas las conjugaciones del dolor y la desesperación, pero también de la inteligencia– lucha contra esta idea escribiendo en su diario “nada, seguimos igual”, después de bajarse las braguitas y verlas blancas, ni rastro de sangre. 

Un letrero en la pantalla nos sitúa temporalmente en su odisea: “Tres semanas”. El ginecólogo es preciso en el lenguaje al confirmar el embarazo: “Las que lo intentan por fuera mueren de dolores atroces”. He aquí otra contextualización. Son los años 60 en Francia. El aborto es ilegal.

Audrey Diwan no pierde detalle al retratar la posición de la sociedad de la época respecto al sexo, entre el deseo reprimido y el pavor a un desenlace criminal. Es una sociedad que ha demonizado el sexo. Sus amigas de la residencia universitaria solo piensan en chicos, en masturbarse, en el tamaño de sus pechos. Sin embargo, cuando se enteran del embarazo de Anne le dan la espalda. No quieren tener nada que ver con eso, “el fin del mundo”, lo llaman. 

Los hombres también se apartan: el ginecólogo que la expulsa de su consulta porque piensa que las mujeres no deberían tener elección, el amigo que la ayuda pero la humilla y, por supuesto, el chico con el que se acostó una tarde en un hotel cerca de la estación y con el que parece que no va la cosa. En una secuencia estival con él y sus amigos de familias pudientes, Diwan subraya un matiz del que nos ha venido advirtiendo a lo largo de la película: Anne viene de una familia humilde. Su problema es más grave por ser pobre.

Anne quiere estudiar. Quiere ser una mujer independiente. “Quiero tener un hijo más adelante, pero no quiero tener un hijo en vez de una vida”, dice. Sabe que un aborto es la única solución. Aunque sea clandestino, aunque tenga que pagarlo con la muerte. Diwan construye esta búsqueda a ciegas como un thriller. A veces, como en esa secuencia en un parque de noche o esas llamadas desde el anonimato de una cabina, como una película de espías. 

Sabemos lo mismo que ella sobre abortos clandestinos y el estupor de la sangre y las agujas de tejer lo descubrimos al tiempo. Diwan no esconde el dolor y el miedo en un aborto casero. Pero su retrato resulta mucho más efectivo gracias a su tratamiento musical –brillante banda sonora de los hermanos Galperine– y sonoro. La abortera le dice a Anne que no puede gritar pero somos capaces de oír sus sollozos y el ruido metálico de las herramientas chocando las unas con las otras. Una preparación para ese ruido final, tan gráfico, brutal, como de película de terror.

Diwan sigue de cerca a su protagonista, en muchos planos una nuca y una coleta, para que sintamos lo mismo que ella, el terror, el dolor, la desesperación, el sufrimiento, pero también su determinación por convertirse en escritora, su orgullo, su honor, como en esas palabras finales de Victor Hugo. Pero si de un sentimiento es un fiel retrato El acontecimiento es de la soledad. Anne responde a la única persona que le pregunta cómo está: “Sola”. Y los planos, cada vez más vacíos según avanzan las semanas, también nos lo demuestran. Los amigos, los padres, los demás, están al fondo. Luego, ni siquiera aparecen. Hasta su cuerpo, ese extraño, la ha dejado sola.