Crítica de 'Nueve Sevillas'

En los primeros minutos de la fastuosa Nueve sevillas se caza al vuelo a un personaje tan iconoclasta y singular como Curro Romero. Siempre tímido, la cámara alcanza a escuchar de su boca que el flamenco es un misterio que no se puede explicar. Gonzalo García Pelayo y Pedro G. Romero aceptan un reto sísifico durante 248 minutos. Lo hacen partiendo de una obra anterior del veterano García Pelayo, uno de esos artefactos fílmicos que reventaron el panorama audiovisual de la transición española como es Vivir en Sevilla (1978). 

Como entonces, los personajes caminan y hacen eso tan sevillano de darle al pico, desde Triana a Las Tres Mil, de Los Remedios a la Alameda. Hablan y hablan sobre su vida, sobre sus recuerdos, sobre los nombres de las calles. Por no parar de darle a la sinhueso, acaban por charlar con águilas y papagayos. 

La película traza un mapa topográfico y emocional de una ciudad dotada de una personalidad única en el mundo, seguramente aquella en la que la tradición barroca sobrevive con más vitalidad que en ninguna otra, al tiempo que se mezcla con una rabiosa modernidad. Esa contradicción es la que se plasma en el flamenco tal y como lo entienden los directores y los artistas que en ella intervienen. Una expresión artística que se ha construido, como la ciudad, desde la aberración por el purismo. 

Por eso centran su discurso en personajes completamente atípicos: bailaoras chilenas o ugandesas, mujeres toreras y poetas húngaros. Son nueve cicerones, pero podrían ser miles. Sus opiniones se entremezclan con las actuciones de una nómina de heterodoxos flamencos realmente impresionante: clásicos de la renovación como Kiko Veneno o Bobote, estrellas ayer emergentes y hoy ya consagradas como Rocío Márquez, pero también muchos otros a los que el Guadalquivir no les queda precisamente de paso, como Rosalía o Raül Refree. Al final, Curro Romero tiene razón, como casi siempre: ni el duende del flamenco ni el encanto de Sevilla pueden explicarse. Solo hay que disfrutarlos.