Crítica de 'Onoda, 10.000 noches en la jungla'

Hiroo Onoda, el soldado japonés que defendió la isla de Lubang, Filipinas, durante las tres décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, posee, ciertamente, aura de personaje herzogiano. No por casualidad acaba de publicarse un libro sobre el nipón a cargo del director alemán, porque su vida es del material con el que el cineasta forja leyendas. 

En el presente biopic firmado, no obstante, por el francés Arthur Harari hay asimismo mucho de gesta herzogiana, sobre todo por la obstinación de rodar un filme que podría asemejarse a subir un barco por la ladera de una montaña. Desde el manejo de una producción de gran tamaño a contar con un equipo artístico enteramente japonés, a pesar de las barreras idiomáticas.

Pero Harari, pertinaz, se ha salido con la suya y Onoda, 10.000 noches en la jungla es una de esas insólitas películas que desafían cualquier tendencia y nos recuerdan que el cine es la puerta de entrada hacia la aventura. En vez de recurrir a la figura de Herzog, sin embargo, el director francés ha apostado por recuperar a los grandes clásicos del género –David Lean es la referencia más evidente– para elaborar una historia sobre el honor de un hombre con su patria y con los soldados que han decidido seguirle en la férrea convicción de que jamás se debe abandonar el puesto de vigilancia y defensa.

Poco a poco, la película se va volviendo más claustrofóbica y sutilmente alucinada, logrando esquivar, por otra parte, la grandilocuencia característica de los relatos bélicos. A Harari parece interesarle más la intimidad de esa inusitada hermandad de patriotas abandonados a su suerte y la dimensión de lo humano cuando la historia se desvanece. Llegará, por supuesto, el momento en que irse de esa jungla signifique asumir la posibilidad de una derrota y enfrentarse a una nueva realidad del mundo. Regresar a casa es una aventura solo apta para los más valientes.