Crítica de 'Pig'

Pese a lo que su premisa pueda sugerir, Pig no es un remedo de John Wick, ni una comedia, ni el recipiente de otra de las interpretaciones lunáticas que han convertido a Nicolas Cage en meme andante; mucho de su atractivo reside en su habilidad a la hora de frustrar expectativas. Su protagonista es un tipo que se ve obligado a reconectar con el oscuro y estricto mundo de su pasado cuando su amada cerda le es arrebatada, y que, en su avance por los bajos fondos de la industria culinaria, se cubre cada vez más de sangre y mugre. Mientras lo contempla, Michael Sarnoski dosifica la información de forma precisa, disimulándola entre líneas de diálogo y momentos de silencio y dejando que cada nueva interacción arroje más luz sobre qué empujó a un celebrado chef a convertirse en eremita.

Pero lo que dota a esta extraña película de la mayor parte de su belleza, su brutalidad emocional y su poder conmovedor es Cage, cuyo trabajo exuda misterio, y ternura, y rabia reprimida. Mientras encadena soliloquios sobre la existencia y sobre los taninos del caqui, el actor convierte Pig no solo en una disquisición llena de melancolía y nutriente filosófico sobre el duelo, la futilidad de la venganza, el poder sanador de la comida y todo aquello –el dinero, el ego, la vergüenza– que nos aparta de lo recto y lo íntegro; también en una catártica confirmación de que, al final, siempre es posible encontrarle a todo esto un sentido.