Crítica de 'Scarlet'

En 1937, Walt Disney cambió la historia del cine y de la infancia con Blancanieves y los siete enanitos. Habían nacido las princesas Disney, un discutible constructo cultural del que, casi un siglo después, no hemos sido capaces de desembarazarnos.

En Scarlet, ambientada tras la I Guerra Mundial, años antes de Mudito, Gruñón y compañía, también hay brujas, chicas bellísimas maltratadas por la vida, gigantones, villanos, príncipe azul, madrastra, y números musicales, pero puede leerse, justamente, como una deconstrucción del mito de la Princesa Disney.

Para sus fines, además del uso de imágenes documentales marca de la casa, Marcello utiliza una novelita rusa de Aleksandr Grin. Lo hace tras Martin Eden, su adaptación de Jack London que lo convirtió en una referencia del cine militante de izquierdas. Sin la responsabilidad ideológica ni artística, ni, ejem, adoctrinadora de su gran irrupción en el cine de ficción, Marcello vuela libre.

Scarlet es ligera y bella como las estelas algodonosas de los aviones que su protagonista busca en el cielo. Lo que no significa que rehúya el compromiso, como reflejan sus dos magníficos intérpretes. Un abracadabrante Raphaël Thierry, poseedor de un rostro (y unos dedos) diríase que cincelados por el mismísimo Miguel Ángel de la tumba de Julio II, encarna la apología del trabajo manual, de su valía y dignidad en un mundo que avanza imparable hacia la tecnificación. 

Pero es Juliette Jouan la que soporta la trama como princesa campestre feminista, Lana del Rey de entreguerras en un country club de gallineros y establos. Sufre el escarnio, la violencia de género, la presión y la censura social. Alrededor de ambos se levanta una comunidad utópica de cariños y cuidados, que promulgan un desarrollo más paritario, sensible y –en último término– feliz del ser humano. Porque hay mundos y sueños que no caben en los cuentos de Disney.