Crítica de 'Que la fiesta continúe': artefacto político, cocinado con mimo

“En Marsella todo el mundo es de izquierdas. No hay burgueses, no hay racistas, solo hay buena gente”, dice Gérard Meylan, que lleva tanto tiempo haciendo cine con Robert Guédiguian como la mismísima Ariane Ascaride, desde 1980. Y solo hay una puntilla de ironía. Las películas de Guédiguian son como pequeñas utopías de menos de dos horas que permiten a sus fans vivir la ilusión de que todo el mundo es bueno. Son como musicales sin números musicales, de un optimismo a veces desconcertante. 

Aunque también hay drama, la película empieza con el caso real, a la vez que simbólico, de dos edificios que se hundieron causando la muerte de ocho personas en un barrio marginal de Marsella. La idea es que no hay que quedarse de brazos cruzados, cayendo en el cinismo destructivo de que todo esfuerzo es inútil.

Que la fiesta continúe es otro artefacto político, cocinado con mimo y salpimentado con algunos ingredientes más o menos dramáticos –las inquietudes de una joven estéril, el fuego de un amor otoñal–, en el que el marsellés clama por la unión entre las diferentes generaciones y facciones que componen la izquierda francesa: ese Frente Popular al que justamente se aspiró antes de las elecciones legislativas.