El hombre más buscado

Más que las nubes plomizas sobre el cielo de Hamburgo. Más que las paredes amarillentas por años de tabaco de una pequeñísima oficina. Más que la cargada atmósfera de un antro que sólo vende whisky barato. Hay algo en El hombre más buscado que pone un nudo en la garganta desde la primera escena. Es un sonido. Un sonido que el director Anton Corbijn (Control) utiliza hasta cuando no aparece él en pantalla. Un sonido que transmite la claustrofobia, angustia, desesperación y tensión de estos espías que parecen admiradores y herederos de George Smiley (El topo), el mejor de todos que también creó John Le Carré. Es la respiración de Günter Bachmann, el jefe de un grupo de inteligencia alemana de la vieja escuela, más preocupado por el largo plazo que por los arrestos vistosos, más obsesionado por la confianza y seguridad de sus soplones, que por quedar bien ante la CIA (esa gente de trajes impecables y rasgos duros, pero grises, como consigue transmitir la luminosa Robin Wright). Es la respiración de Philip Seymour Hoffman, pesada, atrapada y ahogada en un cigarrillo tras otro, en un whisky tras otro.

Günter Bachmann es el último papel que Hoffman se hizo a su medida (Corbijn cuenta que, al acabar el rodaje, el actor firmaba los emails como Günter). Uno de los mejores. La última capa de piel que se pegó a su cuerpo. Y ya no supo arrancar. La última película que rodó antes de su triste y repentina muerte. Y duele verla. Duele escuchar esa respiración que esconde una lucha interior, compartida por el personaje y el actor, por algo que aman y odian a la vez. Duele imaginar lo cerca que Hoffman debió de estar de ese Günter, frustrado, solitario, y más encadenado que las almas a las que cree que está salvando.

Aunque Le Carré siempre componga historias muy intrincadas, llenas de personajes con intereses contrarios, en esta adaptación que simplifica la novela original (pero conserva su crítica al poder oscuro y las manipulaciones burocráticas con la excusa poética y barata de “hacer el mundo un lugar más seguro”) queda muy claro que Günter Bachmann es la película, como Smiley era El topo. Corbijn, un director aún en formación (aunque ha aprendido mucho después de El americano), lo intuía y por eso escogió a Philip Seymour Hoffman y a un puñado de secundarios con buenas tablas (Nina Hoss, Willem Dafoe, Rachel McAdams, Daniel Brühl…) que deambulan por ese Hamburgo gris sin interponerse en el camino de su protagonista. ¿Desaprovechados? Quizá. Pero se entiende la elección (¿o fue obligación involuntaria?) de Corbijn de seguir con su cámara la respiración del actor, sus ojos rojos por la rabia y el whisky, y esa voz quebrada y fría que aún rompe en alguna carcajada gracias a esos secundarios (sobre todo, la genial Nina Hoss, –Bárbara–). Esos momentos contados en los que también se afloja un poco ese nudo en la garganta, que no se desata hasta que el propio Günter rompe en gritos por fin más altos que su respiración.