Crítica de 'Los asesinos de la luna': Scorsese repite fórmula para crear un filme a la altura de las expectativas

Ya lo decía Leonard Cohen: todo el mundo sabe que la partida está amañada. Y si, por lo que sea, el asunto tiene visos de cambiar, hay muchos mecanismos para asegurar que el poder y el dinero sigan en manos de los de siempre. De eso va Los asesinos de la luna, filme que renuncia al suspense para aparecérsenos como un híbrido de crónica familiar, radiografía de una época y un lugar más cercano de lo que parece e incluso comedia negra (negrísima) cuando uno se fija en esos protagonistas que son, más que genios del mal, bufones siniestros. 

De Niro es el payaso listo, todo él son risas y miradas de lobo tras sus gafas redondas, mientras que a Leo, en funciones de tonto del bote, le toca aceptar órdenes con gesto de papamoscas (¡esa mandíbula!) e incluso recibir una masónica ración de azotes en el culo mientras lleva a cabo su propia versión de Cómo matar a la propia esposa con Lily Gladstone en funciones de cordero sacrificial: en una estirpe de caciques sociópatas, al pariente pobre y con menos luces no le queda otra que ejercer de esbirro. 

Con las figuras centrales en manos de sus colegas de toda la vida (¿hace cuánto que no veíamos a Bobby comerse la pantalla de esa manera? Pues sí: desde El irlandés), Scorsese puede centrarse en lo que de verdad le importa, que es una suma de todo lo que le ha importado siempre. Recrear con todo lujo de detalles un tiempo pasado que, como el de La edad de la inocencia, disfraza sus infamias bajo un disfraz benevolente. Ilustrar, como en Silencio y Malas calles, los múltiples significados de la palabra “traición”. Y sacarle brillo a su bien conocida maña (de Uno de los nuestros a la del lobo, la lista es larga) para exponer los mecanismos de una red criminal cuyo objetivo, en este caso, no es realizar el sueño americano, sino evitar su cumplimiento: lo más impactante de Los asesinos de la luna es su visión de un pueblo entero, desde los médicos que despachan venenos hasta ese notario que preside el ala local del Klan, aliándose para exterminar a una minoría (la tribu Osage, desterrada a un páramo que nadie quería... y que resultó estar lleno de petróleo) en cuanto esta tiene visos de adelantar en la carrera.  

Mediante sus artes de narrador, siempre cercanas a un despliegue musical de ritmos y motivos, el cineasta consigue esto y más, porque, además de como un logro estético (algunas escenas de masas parecen una vindicación de La puerta del cielo y otros desfases del Nuevo Hollywood), ese villorrio de Oklahoma se configura como un engendro multicéfalo y hambriento de sangre humana. ¿Una película de terror, también? Cualquiera sabe, pero conviene quitarse el sombrero (una vez más, y van...) ante la destreza de Thelma Schoonmaker para ponernos los nervios de punta. 

Así, a lo tonto, pasan tres horas y media en cuya refutación del espejismo de EE UU como tierra de las oportunidades no cabe el aburrimiento, y cuyo final, como si no bastase con todo lo de antes, resulta una última nota de humor, una declaración de que esto va muy en serio, un comentario sobre las flaquezas del true crime como género e incluso (¡cielos!) un amago de testamento que nos estruja el corazón: hay gente en este mundo que jamás debería cometer la osadía de morirse.