Crítica de 'Los peores': cómo se hizo el cine social comprometido

Cada vez que aparecen en pantalla personas de un entorno marginal interpretándose, más o menos, a sí mismas, el espectador se pregunta si eso no es explotación (lo contrario sería invisibilización). Sobre todo si empiezan a aparecer los tópicos: drogas, violencia, niños con la cara sucia... La tarea del cineasta, casi siempre surgido de clase privilegiada, empieza por dejar claro que juega limpio. Lise Akoka y Romane Gueret le dan la vuelta a todos estos dilemas con un artefacto tan ingenioso y original (en el contexto del llamado cine social) como fresco y ligero: es la crónica del rodaje de una película, dirigida por un tipo que podría ser una ingenua mezcla de Bruno Dumont y Michael Haneke (interpretado por Johan Heidenbergh, graciosísimo), en una barriada muy desfavorecida del norte de Francia, donde viven los famosos ch’tis. 

El dispositivo impone una distancia irónica, que sin embargo no se salda con mero cinismo a costa del ridiculizado cineasta: las jóvenes realizadoras, sin duda más próximas al personaje de la ayudante de dirección, consiguen obtener algo auténtico y emocionante de los chavales retratados, casi como si estuviéramos en una de los Dardenne. Un pequeño monumento a la empatía.

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