Crítica de 'Tatami': evasión sin victoria

El cine de deportes acostumbra a ser siempre algo más que un asunto de superación personal. Por más que se sude, la toxina ideológica es de difícil eliminación. En este sentido, Tatami es muy honesta: desde un primer momento deja claro que tanto la lucha de su protagonista como sus rivales están fuera de esa esterilla de los 8 por 8 metros de la superficie de combate. La acción se sitúa en Tiblisi (Georgia), en una competición internacional de judo. Leila (Arienne Mandi) se ve fuerte y segura para tocar medalla tras recuperarse de su reciente maternidad. Pero el gobierno iraní tiene otras ideas para ella, y se lo hace saber a través de su entrenadora (Zar Amir Ebrahimi). 

Estéticamente, la película es una danza de opuestos. Rodada en blanco y negro, seguimos en planos largos de steadycam a sus protagonistas por los pasillos del pabellón, y en montajes acelerados de planos cortos las peleas de Leila. Ese mismo contraste afecta a los diferentes personajes: beatíficos o malvados, no parece haber espacio para el término medio. Con todo, la fórmula funciona, y la desgarradora lucha interior de la protagonista hace que salgamos del cine un poco más feministas de lo que entramos.

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