Crítica de 'Titane'

Enérgico, profundamente táctil y diseñado para todos los sentidos. Podría ser el eslogan de venta de un coche –de hecho, es una combinación de varios reales y en uso– o una definición de lo que el cine de Julia Ducournau ofrece desde los planos detalle epidérmicos de su corto Junior (2011) a las dentelladas de la deslumbrante Crudo (2016) y la decisión con la que toma las más escarpadas curvas narrativas en Titane, su flamante Palma de Oro. 

Una distinción de prestigio que refuerza la naturaleza líquida, cambiante, de una película que nada tiene más claro que la confianza total en la construcción de las imágenes y el poderío de los intérpretes –la debutante Agathe Rousselle, magnética; el veterano Vincent Lindon, colosal– para sortear los borbotones de perplejidad que van surgiendo de su desarrollo dramático. Así es como Titane puede ser un relato macabro, lleno de sufrimiento y sadismo, y a la vez una fábula esperanzadora (¿liberadora?) sobre la búsqueda de identidad, la transición y el hallazgo del amor a uno mismo en el abrazo sin juicio de los otros. Una historia de violencia y de ternura.

Ducournau comienza presentando a Alexia, su protagonista, con una secuencia de origen que ya querrían para sí los personajes de las adaptaciones de cómic que acaparan tanto espacio. Es traumática, aparatosa y definitoria. Siembra la semilla de distanciamiento radical con su padre –fino gesto de casting con el cineasta Bertrand Bonello, siempre eficaz resultando arrogante– y abre su cuerpo a la integración con un elemento ajeno: una placa de titanio con la que siempre tendrá que convivir en su cráneo. 

La nueva carne de Cronenberg, con parada obligatoria en su adaptación de Ballard en Crash (1996), es una guía certera para moverse en el universo de la cineasta francesa, sin que por ello deba tapar otro ramillete de referencias, como la toma de conciencia descarnada de Under the Skin (2013), que la autora funde en un discurso plástico personal donde resuenan ecos del manifiesto futurista: exaltación del movimiento agresivo, el insomnio febril, el salto mortal. A fin de cuentas, era Marinetti quien decía que “un automóvil rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia”. Que se lo digan a Alexia, mientras se contonea sobre capós metalizados y reserva su intimidad para cuando puede colocarse al otro lado de los faros.

Una de las conquistas de Titane es que Ducournau no se queda en ese registro, quizás para ella demasiado parecido a una zona de confort. Con la entrada en escena del personaje de Lindon, un bombero atormentado por la desaparición de su hijo que castiga su cuerpo con inyecciones de anabolizantes hasta abstraerlo en una masa de hipermasculinidad aberrante, una película que ya nos había asegurado en sus primeros compases que no haría prisioneros pega un nuevo volantazo. Esta vez, como ocurría en aquella reconciliación familar caníbal de Crudo, hacia el lado del afecto. 

De repente, el mundo estragado de las fotografías de Nan Goldin va adquiriendo tintes de empatía y aceptación que no desentonarían en El rey del barrio (2020). Quizás desde High Life (2018), de Claire Denis, no se llegaba a una ternura tan pura decantada desde las tinieblas. Titane lo hace ofreciéndose como fábula iniciática de un mundo nuevo, posterior a identidades y cuerpos cerrados. Rugiente y bella.