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'Evasión o victoria'

La película de culto basada en hechos reales en la que Pelé conoció a Stallone, Michael Caine y John Huston

Stallone, Michael Caine, Pelé y el director John Huston durante el rodaje de 'Evasión o victoria'.
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La Casablanca del fútbol. Acaso no sea la mejor, tal vez no es la más compleja ni la más rigurosa, ni siquiera es la más estrictamente futbolera, pero es la más reconocible, la que primero viene a la memoria de varias generaciones cuando uno habla de películas sobre fútbol, la más evocada y evocadora. La película de fútbol más mítica de todos los tiempos.

Evasión o victoria es una suma de preciosas casualidades que van más allá de sus cualidades fílmicas y que nos conducen a la intangible categoría de lo legendario. Comenzando, por supuesto, por su argumento basado en hechos reales, exagerados por la propaganda de Stalin tras la II Guerra Mundial.

La película recoge la esencia de lo que se conoció como El partido de la Muerte, un encuentro (en realidad fueron varios) en el Kiev ocupado por Hitler entre lo que quedaba del Dinamo de Kiev (el equipo de la policía del estado y la KGB, represaliado por los nazis), reunido en el llamado Start, y el Flakelf, un equipo del ejército alemán. Algunos de los futbolistas de aquel partido perdieron la vida meses después en la matanza de Babi Yar, algo que, convenientemente retocado por el estalinismo para crear mártires, se hizo pasar por un castigo a los futbolistas por ganar el partido.

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Esa historia llegó a EE UU a través del New York Times, donde la leyó el guionista Yabo Yablonsky, que la convirtió en un filme bélico del subgénero campo de prisioneros en el que coinciden varios futbolistas de carrera truncada por la guerra, encabezados por un Michael Caine en modo jugador-entrenador, y un íntegro oficial alemán (Max Von Sydow) con la ilusa idea (luego las SS se encargarán de difundirlo como arma panfletaria) de organizar un partido en París (estadio de Colombes, nada menos) contra los alemanes.

Yablonsky movió su libreto por Hollywood durante años sin suerte, hasta que una nueva casualidad quiso que Pelé, que se retiró en el Cosmos de NY y mantenía un contrato por sus derechos de imagen con Warner, se convirtiese en un icono pop en ese país tan refractario tradicionalmente al fútbol, y que alguien como Sylvester Stallone se interesase en el proyecto. Sly, estrella universal tras el éxito de Rocky (1976), podía levantar películas de la nada e incluso escoger con qué director quería trabajar para seguir aprendiendo de los mejores.

Aunque los productores querían a Brian G. Hutton (El desafío de las águilas, Los violentos de Kelly), Stallone estaba empeñado en conocer a John Huston, maestro del cine negro (El halcón maltés, Cayo Largo), autor de inolvidables obras maestras sobre perdedores y héroes abrumados (de El tesoro de Sierra madre y La reina de África a Chinatown), un ídolo al que, a sus 74 años, ya no le financiaban sus películas y necesitaba dinero para dirigir su último gran proyecto personal: Dublineses. Huston, que pese a tener ascendencia británica no tenía ni idea de fútbol-soccer, pronto cayó seducido, además de por los dólares, por el magnetismo de Pelé, y por la idea de volver a compartir whisky de malta con Michael Caine, a quien dirigió en El hombre que pudo reinar.

Stallone, encargado de organizar una huida aprovechando el desplazamiento para este improbable partido, interpreta a un ex jugador de fútbol americano entre británicos (y el supuestamente antillano Pelé, como cabo Luis Fernández) y aliados europeos presos. Pese a los ligeros vínculos con aquel ‘Partido de la Muerte’, más allá del argumento de un filme en el que un equipo de un campo de concentración enfrenta a toda una selección alemana, lo que mantiene la magia de la película es la increíble selección de talento futbolístico.

A Pelé se unirán nombres como los ingleses Bobby Moore y Mike Summerbee, el argentino Osvaldo Ardiles, el belga Van Himst, el holandés Co Prins, el polaco Deyna, el danés Soren Linsted, el noruego Thoresen y un grupo de futbolistas del Ipswich Town (John Wark, Russell Osman, Kevin Beattie, entre otros) que fueron reclutados por su entrenador Bobby Robson a cambio de 1.000 dólares a la semana en un rodaje de más de un mes, vacaciones pagadas a las afueras de Budapest. Sería imposible de replicar algo semejante hoy en día, esa conjunción de talento artístico y balompédico para una producción de Hollywood en un país comunista.

Mientras las estrellas aprovechaban los fines de semana para huir de Budapest a las mejores capitales europeas, el resto del equipo vivía en franca camaradería futbolerocinéfila en el hotel de una capital todavía bajo el yugo del comunismo, aunque el Telón de Acero era menos espeso en la Hungría de los 80. A la vuelta de sus escapadas a Londres, Michael Caine solía traer botellas de los mejores licores (difíciles de encontrar en Budapest) para brindar con los futbolistas, a los que admiraba, y con los que mantenía buena amistad, como con Mike Summerbee y Bobby Moore, capitán de la selección inglesa que ganó el Mundial de 1966. Stallone no, Stallone iba a su aire, con su avión privado y sus ínfulas de estrella que tenía poder en la producción. Incluso se permitió el lujo de apostar 10.000 dólares con Pelé a que le paraba un penalti en una tanda de cinco lanzamientos. Fracasó, por supuesto.

Dos largos anteriores habían adaptado los sucesos de Kiev. Es difícil que John Huston las viese, por ser filmes de países de la órbita soviética. La excelente película húngara de 1961 Két Félidö a Pokolban (Two Half Times in Hell), conocida también como The Last Goal, con prisioneros del ejército húngaro que se enfrentan a sus carceleros nazis; y la adaptación heroica de Tretij tajm (The Last Game), con una ametralladora nazi acribillando a los ganadores del partido de Kiev. Lo que sí influyó en Huston fueron los ecos de La gran Evasión (1963) en su vertiente bélica (la dignísima banda sonora de Bill Conti remite a la obra maestra de Elmer Bernstein) y de Burt Reynolds organizando un equipo de futbol americano en la prisión de Rompehuesos (1974) en su visión prisionera.

La parte futbolística, de más de media hora de metraje para el partido, es absolutamente inédita y novedosa. Edson Arantes Do Nascimento fue el asesor futbolístico de la película. El 4-1 al descanso, la decisión de seguir jugando, el árbitro casero, la lesión de Pelé y su milagrosa recuperación, la osvaldina de Ossie Ardiles, la chilena del astro brasileño, la remontada… Todo lo que ocurre en esa parte de la película es tan delirante como insuperable.

Y cuenta con una ventaja de verosimilitud que va ganando con el paso del tiempo: los entrenamientos, el partido, la estampa futbolística replica el juego de los años 40, así que la tosquedad y la rigidez de la cámara de Huston (no se hacían las piruetas con la steady y los efectos visuales que imaginamos hoy) casa perfectamente con el fútbol de aquellos tiempos. Y tiene mucho más encanto que cualquier réplica en CGI de partidos nostálgicos o de ese intento de rescatar este espíritu en el remake futbolero de Rompehuesos en 2001, a mayor gloria de Vinnie Jones: Mean Machine (Jugar duro).

El otro detalle generalmente denostado por los críticos de este filme inolvidable es la presencia de Stallone como portero, dadas las pocas cualidades como guardameta del actor. Tan cierto es eso como que la película no las oculta, y justifica la titularidad de Sly en el equipo aliado: él es el que tiene que sacarles del campo en el descanso, a él le da igual el partido y sólo la rebeldía de estos futbolistas que creen que pueden ganar le lleva a defender la portería de su equipo con su experiencia con el balón ovalado.

La estrella de Hollywood tenía que ser protagonista de un final, eso sí, absolutamente anticlimático: todo el cine sobre fútbol se resuelve con un gol. Aquí termina con un penalti parado por el héroe del filme, y con el partido interrumpido en... ¡Empate! Las gradas, que cantan orgullosas La Marsellesa al iniciarse el partido, acaban creyendo en una victoria (“Victoire!”) que finalmente no llega, pero que es el inicio de una hermosa amistad entre el fútbol y el cine. Siempre nos quedará París, aunque el estadio de Colombes fuese en realidad el MTK Stadion de Budapest.

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