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'Matinee': la olvidada carta de amor de Joe Dante a las salas de cine y la paranoia nuclear

Fotograma de 'Matinee'
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Hace 30 años, un Joe Dante recién salido del batacazo comercial de Gremlins 2 entregaba una carta de amor al cine de serie b de su infancia, en especial el producido por William Castle, en un título que se adelantaría a la nostálgica revisión actual de la magia del cine, pues la nostalgia de la infancia, del recuerdo de acercarse por primera vez a la pantalla grande y de las sensaciones provocadas, se ha convertido casi en un género en sí mismo en los últimos años.

La búsqueda de ese primer impacto y la necesidad de recrear y convencer a las nuevas (y no tan nuevas) generaciones de que la experiencia cinematográfica es única, sobre todo en esta última década —atenazada la exhibición por el auge de las plataformas digitales—, han provocado una miríada de títulos que no solo han echado la vista atrás al supuestamente más brillante pasado del cine y su industria sino, sobre todo, a la experiencia comunal de la proyección cinematográfica en salas de cine.

Trabajos como los recientes Babylon de Damien Chazelle o Los Fabelman de Steven Spielberg, más el próximo estreno de El imperio de la luz de Sam Mendes —a los que se les pueden sumar Erase una vez en Hollywood de Quentin Tarantino o The Disaster Artist de James Franco— han situado la sala de exhibición en su punto de mira como el lugar de los sueños, el asombro y la magia. 

Una mirada nostálgica hacia una manera de experimentar y sentir las obras cinematográficas que se ha convertido casi en reliquia arqueológica, sustituida por el imperio de la inmediatez del streaming, la frialdad de los multiplex y la volatilidad de un gran conjunto de producciones que se amontonan en las pantallas cinematográficas y televisivas sin casi dejar poso.

Pero hace 30 años, la sala cinematográfica como lugar añorado y anhelado todavía no era un elemento fundamental de las producciones de la época. Porque, aunque el cine siempre ha vivido crisis de asistencia —compitiendo en los años 50 con la aparición de la televisión y en los 80 y 90 con el auge del video doméstico—, en 1993, las salas de cine vivían una época de esplendor.

William Castle y el cine de serie b

Lo que sí aparecería en esos años 80 y 90 serían una serie de cineastas criados en los años 50 y 60 cuya trayectoria profesional surgió a partir de trabajos y autores considerados en la época como “baja cultura” (en especial películas de serie b o cómics) y que ellos buscaron reivindicar. 

El caso más particular y conocido de la década de los 90 fue el de Ed Wood de Tim Burton, biopic magnificado del considerado peor director de la historia del cine que, en manos de Burton, se convirtió en un bello y poético canto a la belleza primigenia del cine de saldo y la creación e impulso cinematográfico.

Pero, dos años antes, se estrenó una película modesta, humilde, de escasa repercusión, llamada Matinee. Una cinta dirigida por Joe Dante, uno de esos directores aparecidos en la década de los 80 y cuya dieta se componía de tebeos de EC Comics y cine de terror y ciencia ficción de los años 50. Un cine de terror de serie b que servía como magnificación y metáfora de los horrores de una población estadounidense ahogada por la propaganda y el peligro nuclear surgido de la Guerra fría.

Fotograma de 'Matinee'
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Uno de los grandes artífices de ese cine exploitation repleto de criaturas y mutaciones humano-animal fruto del terror atómico fue William Castle, un productor y director que se haría famoso por su asombrosa capacidad de publicitar competentes películas de serie b. Para ello, utilizaba diversos artilugios en la propia sala de cine en paralelo a la proyección de sus largometrajes, trucajes que la mayoría de veces eran más ingeniosos y emocionantes que la propia película y que conseguían que la experiencia en salas fuera algo más.

Entre ellos, podían encontrarse publicidades como el Emergo, un fantasma fluorescente que flotaba sobre la audiencia durante la proyección de House on Haunted Hill, o el Illusion O para 13 fantasmas que, con un celofán transparente rojo y azul, permitía ver los fantasmas si el espectador miraba por el rojo u ocultarlos si miraba por la parte azul.

Una experiencia, además, imposible de replicar en el salón de las casas de los 50, por lo que conseguía aportar ese valor añadido que buscan incansablemente las salas de cine en la actualidad. Una experiencia comunal, una fiesta participativa donde película y audiencia se retroalimentaban constantemente, algo perdido ya en el Hollywood de los 90 y una experiencia cercana a la ruptura de la cuarta pared que Joe Dante llevaba toda su carrera intentando replicar.

Joe Dante: entre Castle y la factoría Spielberg

Porque no hay que olvidar que Joe Dante —en la actualidad un cineasta olvidado y posiblemente el menos recordado de todos aquellos directores popularizados por la productora Amblin de Steven Spielberg— arrancaría su carrera con un título de terror de licántropos contemporáneos llamado Aullidos

Un título que llamaría la atención de un Spielberg que le daría las riendas de Gremlins, una revisión de unos duendes diabólicos surgidos de leyendas populares de soldados de la Primera Guerra Mundial, popularizados por Roald Dahl y llevados a la imagen en movimiento en cortos animados de Merry Melodies. Una cinta de terror para todos los públicos, macabra y satírica bajo la apariencia de un entretenimiento para toda la familia, que sería llevada al paroxismo por una secuela tan inclasificable como superior.

Si en la original se notaba que Dante entregaba una más que correcta obra con leves toques de autoconsciencia, la segunda entrega se convertía en un festival de la anarquía donde las propias criaturas rompen la cuarta pared, estropeando y paralizando la proyección, casi como si el espíritu de los gimmicks y trucajes de William Castle poseyera y trolleara el celuloide de un blockbuster de los 90.

Fotograma de 'Gremlins'
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¿El problema? Que la cinta de Dante fue vapuleada e ignorada por la misma audiencia que había abrazado su primera entrega, algo que se repetiría con No matarás al vecino, comedia negra protagonizada por Tom Hanks, que se estrellaría en la taquilla. Asimismo, La muerte os sienta tan bien de Robert Zemeckis, otra cinta con la que compartía espíritu y tono y que se estrenaría dos años después, correría la misma suerte.

Aquello demostraba que, aunque su etapa más exitosa fue con la mencionada Gremlins y con El chip prodigioso, ambas producidas por Amblin, el espíritu de Castle era más poderoso en Dante que el de las influencias de la factoría Spielberg.

'Matinee': Americana, mutaciones y paranoia nuclear

Y así llegaría Dante a Matinee, un trabajo al que le costó levantar su financiación y que pasaría por las salas de cine con más pena que gloria. Una lástima, porque lo que entrega el director es un trabajo modesto, honesto y nostálgico.

A partir de la recreación y reinvención de la figura de William Castle tras la rotunda figura de un John Goodman caracterizado como un sosias del cineasta llamado Lawrence Woosley, el director nos regala un interesante fresco acerca de los lazos del cine de terror de serie b de aquella atómica y terrorífica era, aquí centralizada en la crisis de los misiles cubanos de 1961 que hizo temer a la población mundial (y, sobre todo, a la estadounidense) con la cercanía del fin del mundo.

Así, Dante equilibra la cinta en dos partes bien diferenciadas y que confluyen de manera irregular a lo largo de todo el metraje. Por una parte, la representación de un entorno social centrado en los niños y adolescentes como él que vivieron el auge de la serie b con aquel manual de cine que fue para una generación la revista Famous Monsters in Filmland. Por otra, la sensación de muerte inminente provocada por el estado de angustia constante, propagada por el gobierno a través de los medios de comunicación estadounidense y de la preparación y proyección de la nueva película del personaje de Goodman, Mant!.

Fotograma de 'Matinee'
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Al igual que en Gremlins, donde el joven cast no tiene el suficiente peso y carisma como para sostener la cinta por si sola, la primera de ellas funciona de manera intermitente en su representación entre lo idealizado y la paranoia que subyace en el interior de esas aparentes idílicas poblaciones estadounidenses, un elemento que Dante toca de manera leve pero en el que no se atreve a profundizar.

Sin embargo, la segunda, centrada en el personaje de Goodman (tan carismático como sus Gremlins) y la proyección de la serie b, se convierte en la estrella de la función. Es en ese momento donde Dante entrega algunos de los mejores momentos de su filmografía, desde la recreación de la propia Mant! —una reinterpretación sin necesidad de posmodernismos made in Grindhouse—, a la fabulosa secuencia, casi en tiempo real, de la proyección del filme.

Todo ello consiguió, por un lado, demostrar el cariño de Dante por el cine que le sirvió de educación profesional y emocional y, por otro, mostrar a las audiencias de los años 90 (y a cualquiera del presente) el poder y la magia del cine y la sala de proyección para convertirse en experiencia única y comunal sin necesidad de 4DX, Imax o 3D de nueva generación. Experiencias, en definitiva, imposibles de recrear o reproducir en los asépticos y muertos en vida soportes y espacios de exhibición cinematográfica de la actualidad.

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