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Crítica de 'Megalópolis': Coppola detona su Imperio romano en Cannes 2024 con una obra desmedida llena de saltos al vacío

Adam Driver y Nathalie Emmanuel en 'Megalópolis'
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Francis Ford Coppola ha entrado de tantas maneras en la historia del cine como para darle la vuelta varias veces, pero eso no significa que haya dejado de lanzar nuevas propuestas de gran ambición. 

Megalópolis, su primer largo en los 13 años que han pasado desde Twixt (2011), es quizás la última jugada maestra de su chistera: un proyecto soñado desde finales de los años 70 que el director de El padrino ha terminado produciendo él mismo tras el desinterés de todos los estudios de Hollywood.

Adam Driver es el protagonista de esta historia obra del propio Coppola: César Catilina, arquitecto endiosado de Nueva Roma, una ciudad del futuro cuyo alcalde Cicero (Giancarlo Esposito) gestiona sometido al poder económico del banquero Jon Voight. La situación comenzará a cambiar cuando Julia (Nathalie Emmanuel), la hija del líder político, sienta una fuerte atracción por el arquitecto. Esto es lo más parecido a una sinopsis que se puede hacer de Megalópolis, donde antes que el argumento lo que importan son sus exultantes imágenes.

Crítica de 'Megalópolis'

Valoración:

¿Cuánto piensas en el Imperio romano? Sea cual sea tu respuesta a la pregunta que estuvo de moda durante hace algunos nanosegundo en TikTok, Megalópolis multiplicará la respuesta por 120 millones. El presupuesto en dólares que Francis Ford Coppola ha invertido de su bolsillo vinícola para producir el último gran sueño cinematográfico que le quedaba, una obra bigger than life para un cineasta que hizo de lo descomunal marca de la casa.

El mundo de Megalópolis está edificado sobre Nueva York, pero se llama Nueva Roma y es un tiempo retrofuturista desarrollado a partir del Imperio romano en su fase más decadente. El declive de los grandes imperios y el deterioro de la civilización son temáticas clave para comprender el avance narrativo de la película, que en numerosas ocasiones articula la acción a modo de superposiciones, collages (abundantes trípticos dividen la pantalla) y montajes paralelos con poca ocasión de respiro.

El despliegue es, literalmente, de circo máximo: el que monta, con varias pistas, al principio de la película para posicionar las piezas de la sátira político-urbanística en la que se dirimen dos visiones de futuro para la ciudad. El enloquecido arquitecto ególatra de Adam Driver, descubridor de un extraño macguffin llamado megalón, que no quiere que las utopías resuelvan los problemas de la sociedad sino que le hagan las preguntas adecuadas; y el alcalde posibilista de Giancarlo Esposito, sumido en los caprichos del capital, la ambición política y la estabilidad sin riesgo.

Ellos son los ejes en torno a los que orbita el resto de una plétora de personajes, algunos con tiempo para lucirse (Nathalie Emmanuel como la hija del alcalde, Aubrey Plaza disfrutando de cada uno de sus taconeos de femme fatale casi tanto como Shia LaBeouf haciendo de trasunto douchebag trumpiano) y otros que hacen lo que pueden con su tiempo (Laurence Fishburne, Dustin Hoffman) antes de desaparecer en el éter de las reescrituras de guion.

El apelotonamiento de ideas, conceptos y locomotora formal que Megalópolis despliega durante las más de dos horas de metraje son suficientes para arrollar a cualquier espectador distraído. No debe buscar aquí rastro alguno de cualquiera de los títulos canónicos del director (igual que en El padrino no había nada de su primera obra maestra, Llueve sobre mi corazón), pero sí al Coppola más desmedido y, sobre todo, incomprendido: el de Corazonada, el de Drácula, incluso el de Tetro o, sí, las partes menos queridas de Apocalypse Now.

Es decir, el inconformista sin miedo al desastre (ni al ridículo) y dipsómano de la capacidad del cine para comunicar. Hasta el punto de que la pantalla se le queda pequeña y, en un momento especialmente chocante (pero preñado de voluntad por hacer cosas), juega con el espacio escénico de la sala de cine para llevar al patio de butacas una secuencia. 

Como en los animes que exhiben sus vertiginosos cambios de tono con delirante orgullo (y que tanto le gustan a las hermanas Wachowski, en quienes es fácil pensar viendo Megalópolis también por su sincera reivindicación del amor como motor de futuro), es evidente que no todo funciona en Megalópolis, o no todo lo hace al mismo nivel. 

Pero su mera propuesta es a veces tan impresionante (gigantes estatuas helénicas vivientes derrumbándose, bailarinas confundidas con piedras en el fondo de mar) que sería un error desdeñarla a la ligera. Ya se dice en el filme: los saltos al vacío es donde los artistas demuestran su libertad. Coppola se ha ganado la suya varias veces.

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Coordinador web 'Cinemanía'

Crítico de cine que ve demasiadas series, licenciado en Periodismo y posgraduado en Semiótica en la Universidad Complutense de Madrid; cayó en una marmita de Nouvelle Vague cuando era pequeño y lleva mucho tiempo acostándose tarde en festivales de cine.

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