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Patitos, una madre borderline y un director de cine frustrado: así se gestó el hito de 'Los Soprano'

Los Soprano
HBO

Era 1997 y el planeta enfilaba hacia una fecha mítica. Acababa una década, acababa un siglo, acababa un milenio. Una melancolía finisecular lo envolvía todo. El mundo necesitaba tumbarse en un diván a pensar. También la mafia. Los 90 habían empezado con una cota difícil de superar: Uno de los nuestros, de Martin Scorsese, una historia sobre hampones de baja estofa que se lo pasaban en grande. 

A partir de ahí, la fiesta terminó. Para los gangsters en el cine y para David Chase. La gran y la pequeña pantalla estaban cambiando y él no tenía buen asidero. Un cincuentón con la estantería repleta de premios por Los casos de Rockford y Doctor en Alaska, pero incapaz de cumplir su sueño de dirigir cine, ni ya tan siquiera de levantar un proyecto televisivo. 

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La productora que le empleaba incluso le propuso la humillante tarea para alguien de su prestigio de desarrollar una serie basada en El padrino. Se negó, claro, pero aquello desempolvó de su cajón una vieja idea, una comedia sobre un gangster que visita al psiquiatra. “Conducía de camino a casa una noche, y empecé a pensar en la posibilidad de un tipo que tiene una mujer, y un hijo y una hija, y que la terapeuta podría ser una mujer, porque a las cadenas les gustaban las series que apelaban al público femenino y las tramas domésticas”, cuenta en The Soprano Sessions, de Zoller Seitz y Sepinwall.

El gangster sería, claro está, Tony Soprano, pero también sería un poco él. Viviría a un kilómetro y medio de donde había crecido, estaría moldeado por las peculiaridades gastronómicas y estéticas de la comunidad italomericana, y sería un devorador de televisión, como lo había sido él cuando nació su vocación viendo la serie sesentera Los intocables. Pero, sobre todo, los dos tenían en común el motivo por el cual acabarían por entrar en un gabinete médico: la tensa relación con su mamma. 

Chase siempre ha sido algo brutalmente honesto al respecto de su complejo de Edipo: “Uno de mis terapeutas, al intentar explicar las razones del pesimismo contumaz y la naturaleza crítica de mi madre, la describió como ‘personalidad borderline’. Fuera cual fuera el diagnóstico, mi madre era todo un personaje. Muchos de los gestos, expresiones y palabras de Livia (la madre de Tony) son mi recuerdo exacto de cómo mi madre se comportaba y hablaba”.

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Hoy, en la era de la llamada post-televisión, resulta complicado explicar cómo era el panorama al final del siglo XX. Azuzadas por una FOX cada vez más provocadora, las cadenas en abierto habían salido de su habitual conservadurismo. No es de extrañar que Chase se dirigiera en primer lugar al hogar de Expediente X o Los Simpson. 

La propuesta no cuajó, por culpa de un creador que, pese a su veteranía no había entendido todavía los nuevos tiempos: “Lo rechazaron. Me di cuenta de que lo hicieron porque no había incluido ningún asesinato. El público sigue las series sobre mafiosos porque les gusta ver muertes y traiciones”. No volvería a cometer el mismo error. Reescribiría el piloto con el carismático y efectivo Christopher iniciando su cuenta de homicidios, y una historia de patitos tan delirante como efectiva.

Italianos de Nueva Jersey

Volvió a llamar a las puertas de las cadenas y volvieron a rechazarle. Solo HBO decidió pensárselo. La cadena apenas acababa de empezar a producir series: tenían Oz, un drama carcelario que no acababa de cuajar, y Sexo en Nueva York, el reverso glamouroso y femenino de sus matones chandaleros. El elevado presupuesto para un canal con tan solo 11 millones de suscriptores lo convertía en una apuesta arriesgada. Aun así, había que rodarlo. 

Había que buscar a su Tony Soprano. “Sabía que los actores debían de ser de la zona de Nueva York o Nueva Jersey y, a ser posible, con experiencia teatral […] Ser italiano también ayudaría”. Era el caso de Michael Imperioli, Nancy Marchand o Edie Falco. Ellos, como buena parte del elenco, eran actores de reparto, que coincidían para contarse las penas semana sí y semana también en el restaurante Marylou, del Village. 

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Por entre las mesas también paseaba la sólida y rotunda figura de un amante de la buena mesa, un tal James Gandolfini, el futuro Tony. El malogrado actor era todo un personaje. El día de la audición, salió por patas en medio de la lectura. “Nos dijo que no se podía concentrar, que ya volvería el viernes. Te juro que nos contaron que su madre había fallecido. Resultó que llevaba años muerta”. Gandolfini la resucitó y se presentó, de improviso, en el domicilio particular de Chase. Grabó su prueba en el garaje. Acababa de dar el primer paso para ganar tres Emmy; Chase acababa de iniciar su carrera para convertirse en el creador más reputado de la televisión.

La doctora Melfi, la terapeuta con la que Tony juega al gato y al ratón, sería Lorraine Bracco, una de los 27 intérpretes del elenco de Uno de los nuestros que participarían en la serie. No se repetían solo los rostros: también lo hacía la exquisita selección musical desde los títulos de crédito (con el ya celebérrimo tema de Alabama 3), unos secundarios numerosísimos con una personalidad de protagonistas, la obsesión por un realismo de albornoz, hortera y decadente, y, sobre todo, los estallidos de violencia sorprendentes e injustificados. Scorsese tenía aquel asuntillo sangriento entre Spider (Michael Imperioli, Christopher en la serie) y Tommy (Joe Pesci); a Tony, aunque mucho menos visceral, le pasaba constantemente, en los lugares más insospechados: ¿quién no ha tenido que asesinar a un antiguo enemigo en una visita a una universidad para matricular a su retoño?

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Chase, perro viejo, creyó que todo quedaría en un piloto. Para su sorpresa, a la cadena le entusiasmó. Vio en la serie el vehículo ideal para legitimarse. El prestigio compensaba el elevado coste. Se estrenó en enero de 1999. Hasta los repudiadores profesionales de la cultura popular pusieron carbón en la parrilla: aquello no era televisión, era HBO, era (en una alusión repetida hasta la náusea) Shakespeare. 

La primera temporada obtuvo dos Emmy (para Edie Falco y el propio Chase como guionista) y el Globo de Oro a la mejor serie dramática. Más allá de los galardones, Los Soprano era la confirmación de que la televisión de pago iba a ser una reserva india para directores, actores y, sobre todo guionistas, a los que un Hollywood cada vez más mercantilizado e infantilizado estaba dejando de lado. La televisión te dejaba hacer lo imposible. 

Por ejemplo, que un actor como Steve Buscemi rodara en la tercera temporada Pine Barrens, una especie de película de los hermanos Coen, casi autónoma en la trama de la serie, en la que Chris y Paulie acaban perdidos en la nieve sin que el espectador sepa dónde narices está el ruso al que han ido a dar matarile. O rellenar la serie de mil y una referencias, en un ejercicio metanarrativo en el que a través de los gustos de Tony Soprano (su amor por Nick Nolte en El príncipe de las mareas, su admiración por Gary Cooper en Solo ante el peligro, su pasión por Río Bravo), comprendemos cómo Hollywood ha moldeado a Estados Unidos y sus habitantes.

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Había llegado el reinado de lo que Brett Martin etiquetó como “hombres difíciles”, traducidos en España por el delirante “hombres fuera de serie”. Antihéroes creados por guionistas que cambiaron su oficio por el de showrunners, seres omnipresentes y todopoderosos que decidían el destino de sus personajes sin intromisiones de las cadenas. El magisterio de David Chase se expandió como la pólvora. Su colaborador Matthew Weiner creó Mad Men; Terence Winter, Boardwalk Empire y Vynil. La televisión y el cine se retroalimentaban como nunca antes lo habían hecho. Incluso Scorsese, el hombre que lo inspiró todo, el autor cuyo estatus y prestigio codiciaba en secreto David Chase, acabó por fichar a Terence Winter para escribir El lobo de Wall Street, y dirigió el piloto de Boardwalk Empire, cerrando el círculo de la nueva sintonía. 

Cuando, el 10 de junio de 2007, un derrengado Tony y su familia quedaron en un local y llegó el mítico corte a negro, en uno de los cierres más memorables y polémicos de la historia de la pequeña pantalla, Los Soprano dejaban atrás 86 capítulos, 16 premios Emmy, más de un centenar de asesinatos, 300 traperos aspirando a entrar en la familia DiMeo y una ficción televisiva que nunca volvería a ser la misma.

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