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[SEFF 2021] 'Magaluf Ghost Town': la vida, el alcohol y la muerte

Magaluf Ghost Town
CINEMANÍA

Si nos prestamos a repetir cinco veces frente al espejo el vocablo Magaluf, como si quisiéramos invocar a un espíritu, advertiremos que es una palabra cuanto menos extraña. No termina de haber acuerdo sobre su etimología, que unos rótulos repasan brevemente al inicio de la nueva película de Miguel Ángel Blanca, incorporando algunas deformaciones recientes. Tras alzarse con el premio a mejor película internacional en Tesalónica, el Festival de Sevilla estrena en España esta exploración, diríase psicogeográfica, de un enclave turístico balear que cada cierto tiempo sale a colación en los medios por algún incidente relacionado con el consumo excesivo de alcohol: puede que os suene eso del balconing o el mamading…

Las primeras imágenes del filme nos muestran una maqueta de Magaluf a la que se le están dando los últimos retoques. Más adelante, descubriremos que esta reproducción a escala de la localidad ha sido encargada por una promotora turística que ambiciona sepultar Punta Ballena, el epicentro del desfase etílico y sexual, bajo una eficiente ristra de instalaciones y alojamientos turísticos que permitan optimizar el beneficio. Un lavado de cara que permita seguir explotando a quienes tratan de subsistir en ese lugar; entre esas personas están los protagonistas de un filme cuyos primeros compases anticipan un relato costumbrista de historias cruzadas.

La presencia de ese mapa también le da a esta película sin un centro definido un aire de novela veraniega de misterio, en la que ni siquiera falta un islote misterioso, y donde Blanca tiende puentes, una y otra vez, hacia lo desconocido: como en Quiero lo eterno, el anterior largo de su director, también aquí el fantástico se abre paso de forma oblicua. La idea de la muerte se desliza por la narración de distintas formas, desde el recuento trivial de los turistas que mueren cada año tirándose desde el balcón a la relación que tiene la carismática Tere con su esposo fallecido, pasando por la leyenda que cuenta otro de los protagonistas.

El estupendo y equilibrado trabajo actoral dota de corporeidad a Magaluf Ghost Town, aunque Blanca nunca cae en la caricatura ni se acomoda en la mera crónica de la cara menos opulenta de la localidad. Los moldes del documental le sirven de punto de partida para articular una narración nada rígida que se extinguirá al término de la temporada estival. “Magaluf no existe”, dice uno de los personajes en un momento del filme, como si las imágenes que el cineasta registra, siempre desde una mirada de observador extrañado, intrigado, quizá fascinado, no fueran otra cosa que el producto de una alucinación consensual.

Las historias que le han proporcionado a Magaluf esa fama de ser algo así como un vórtice, un abismo donde la civilización se tambalea, aparecen siempre lateralmente, en noticiarios, stories o fragmentos radiofónicos. Lo que queda es un lugar donde, a pesar de todo, se sigue viviendo. Y una película tan accesible como enigmática, que se asoma con astucia a las trastiendas del modelo de crecimiento (necro)capitalista.

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