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6 claves de 'La casa de papel' que han revolucionado la televisión española y se van a intentar copiar sin freno

Se acabó. 5 temporadas y 41 episodios después, la banda de los monos colorados y las caretas de Salvador Dalí, los mejores enemigos de lo ajeno y mejores amigos de la audiencia, ha puesto punto final al mayor robo perpetrado en el audiovisual español. 

Es el momento de hacer números y repartir el botín de un golpe que ha cambiado la historia de la televisión española (y de la mundial). A falta de que nos paséis vuestro número de bizum para haceros llegar el parné, aquí va nuestro peculiar inventario de lo más valioso que nos hemos encontrado al abrir su caja fuerte.

Productor, productor

Todo se ha acelerado de tal manera con el nuevo milenio que, a veces, es difícil recordar cómo las productoras antes de la década de los 2010 estaban atadas de pies y manos por las cadenas. Hasta que un puñado de valientes como Javier Olivares al frente de Onza Entertainment y El ministerio del tiempo, Aitor Gabilondo y César Benitez con Plano a Plano y El Príncipe, y Álex Pina con Vancouver y LCDP cambiaron para siempre el statu quo. 

Con un poquito del habitual caos televisivo y una ayudita de las nuevas plataformas (ya fuera directamente con la inversión o indirectamente a través de su amenaza a los operadores tradicionales), el showrunner español, arquitecto de tramas y personajes independiente de los deseos de las cadenas, había nacido. Visto el éxito de Pina y su equipo no solo hay que celebrar el natalicio, también que crece con una salud de hierro.

'La casa de papel' 5T Volumen 2
Cinemanía

Tic tac, tic tac

Lo sabía hasta el que inventó el botijo: España no podía ir por el mundo con unas ficciones de 70 minutos. Era una anormalidad insólita en la pequeña pantalla, surgida de la tacañería y la estulticia de las cadenas, que se negaban a gastarse las pesetas en rellenar el prime time con dos programas cuando podían alargar uno y rellenar el tiempo restante con publicidad (mucha publicidad). Tuvo que llegar Netflix para forzar, de una vez por todas, el cambio de formato. 

Con la serie desahuciada tras su pobre emisión en Antena 3, el servicio de streaming aceptó incluirla en su catálogo a condición de que se remontaran y acortaran los capítulos hasta los 50-55 minutos de rigor. Para sorpresa de todos, el nuevo montaje fue un boom cuya onda expansiva alcanzaría a cualquier rincón que tuviera internet. Desde entonces, la televisión española pudo hacer honor a Mariano Ozores y decir eso de: “Por fin ya somos europeos”.

René y Tokio en uno de los flashbacks de La casa de papel.
NETFLIX

Los sospechosos habituales

Se puede discutir hasta qué punto España tiene estrellas, aunque ninguna persona objetará hoy ese estatus a Álvaro Morte o Úrsula Corbero, pero nadie nos tose en cuanto a los mal llamados secundarios. LCDP, serie coral por definición, se ha beneficiado de esa tradición venerable e inagotable. 

Por citar solo a algunes: Alba Flores, su Nairobi y su “chiqui pum, chiqui pum, chiqui pum” ya son historia de la televisión (y de los memes); lo mismo puede decirse de José Manuel Poga como Gandía, el villano más primoroso que ha dado España en décadas (en la ficción, que en la vida real lo superan unos cuantos); de Ramón ‘Logroño’ Aguirre, encarnación de la España vaciada; y, cómo no, del inefable Fernando Cayo que, harto de interpretar al Emérito en toda miniserie que se ha rodado en los últimos tiempos, ha brillado como ese Tamayo siempre al borde de la úlcera gástrica.

La Casa de Papel 

Hasta el mundo hispanohablante… y más allá

El éxito de LCDP en Sudamérica era hasta cierto punto esperable: seguía la estela de Velvet y demás producciones de Bambú que se habían convertido en fenómenos al otro lado del charco. Tener al argentino Rodrigo de la Serna interpretando a Palermo también ha ayudado. Pero su mérito consiste en que, con ella, Netflix le ha hecho una jugarreta a la industria de Hollywood más grande que la de El Profesor a Alicia Sierra. 

Un siglo escuchando la monserga de que a los estadounidenses no les gustaban los productos doblados o subtitulados y “chiqui pum chiqui pum” (¡otra vez!), llega LCDP, revienta los prejuicios y demuestra que era todo una artimaña de trilero para poner barreras a los productos extranjeros en el mundo anglófilo. Este fenómeno se ha convertido en un jamón de jabugo sin el que no se entenderían, sin ir más lejos, éxitos globales como el del calamarcito.

Alba Flores en 'La casa de papel'
Cinemanía

Un fenómeno fan de lo más surrealista

LCDP se introdujo en el Banco de España, cubrió las marquesinas de las principales ciudades del globo, pero también se dejó ver en las calles. Pensad en el cosplay, esa práctica asociada de manera reduccionista a los otakus, de disfrazarse de tus personajes de ficción favoritos, sin que medie un carnaval o un Halloween. 

Ahora pensad en alguna ficción española que haya conseguido que sus fans se disfracen de Naruto o de Los caballeros del zodiaco. Pensad otra vez. Más allá de LCDP, de su mono rojo y su máscara daliniana, ninguna otra película ni serie española ha alcanzado ese nirvana de popularidad fandom que supone el cosplay. 

Y no solo eso, su uso recreativo se ha combinado con el de protestas políticas en diferentes países como Turquía, Indonesia, Myanmar, Paraguay, Francia, Tailandia… Todo al ritmo de Bella ciao, claro, ese tema partisano que ha generado acalorados debates ideológicos. El icónico Guy Fawkes, el de V de Vendetta y Anonymous, debe estar rojo de envidia viendo como la banda le ha robado hasta la goma de la careta.

Tres personajes de 'La casa de papel' con sus características máscaras de Dalí.
ANTENA 3

El tesoro más codiciado

Finalmente, siempre nos quedarán los premios. Esas cosas que nunca importan… hasta que te los dan. Mira que se han hecho series de calidad en España, pero ninguna había obtenido un Emmy internacional. Lo máximo (que no es poco), había sido un Emmy a La cabina, el genial mediometraje de Antonio Mercero. 

En 2017, la banda asaltó el Fort Knox del prestigio televisivo y se trajo el galardón para casa. Una estatuilla hecha, como el halcón maltés de Hammett y Huston, con el material con el que se forjan los sueños. Ilusiones que, como la de robar un banco o saquear la audiencia de todo un planeta, por una vez se han cumplido. 

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