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'Smiley' o cómo sobrevivir al amor en tiempos de Grinder

Fotograma de 'Smiley'
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Ni tostada, ni negra, ni sin alcohol, ni ligera. Normal. Así es Smiley, la nueva serie creada por Guillem Clua, adaptación de su homónima y exitosa obra de teatro, y menos mal. Porque hacía tiempo (si es que alguna vez fue así) que una pareja homosexual era tratada en pantalla como eso, simplemente una pareja, que se encuentra, se conoce, se ama, se odia, y se busca en las terminales de los aeropuertos a lo Ross y Rachel.

En definitiva, una comedia romántica. ¿Era mucho pedir? Pero nunca es tarde si la dicha es buena. Y ahora en Smiley, estrenada el pasado 7 de diciembre por el gigante Netflix y que ya se ha convertido en la tercera ficción más vista en España, observamos (y gracias a Dios) que atrás quedó aquello de “chico conoce chica”.

La serie se centra en la historia de dos jóvenes de Barcelona: Álex, el canónico “viceverso” de manual, un tanto básico, pero de buen corazón y que suele caer bien, al que da vida Carlos Cuevas, y Bruno, un arquitecto pedante y algo insufrible, cinéfilo y romántico empedernido, interpretado por Miki Esparbé

Ambos quieren encontrar a alguien con quien comenzar una relación estable y duradera, y debido a un improbable y dramático giro de los acontecimientos, se acaban conociendo. Lo que en un principio parece odio a primera vista, acabará transformándose en algo mucho más trascendente.

En apariencia, una rom-com de las de toda la vida, protagonizada por los dos personajes que queman el cliché, con la que tanto nos bombardearon en los 90 y cuyo esquema lleva décadas calcándose. Sin embargo, y a lo largo de 8 capítulos de no más de 30 minutos cada uno, Smiley trata de hacer todo lo contrario. ¿Calcar? Sí, pero muy a conciencia, reconvirtiendo la clásica fórmula en otra comedia romántica de Katherine Heigl, pero que nada tiene que ver (y sobre la que todo el mundo ha tenido algo que decir).

Un 'Love Actually' a la española

La serie de Guillem Clua, dirigida por Marta Pahissa y David Martín Porras, toma como punto de partida una realidad más o menos generalizada: la gente se siente sola, las personas padecen cada vez más la ausencia de conexión entre ellas, la falta de interés por mantener relaciones estables en este presente momento histórico tan irremediablemente individualista en el que nos encontramos, y revierte la situación hasta generar un producto inverosímil y edulcorado hasta decir basta. Algo que, a la vista está, Smiley homenajea con cada guiño (y cada abrazo) al género que le ocupa: la comedia romántica.

No en vano esta serie se ha estrenado en Navidad, se desarrolla en Navidad y hace referencia de manera clara a todas esos grandes clásicos televiseros de la Navidad pasada, como son La fiera de mi niña, Love Actually, El diario de Bridget Jones o incluso Nothing Hill y su “solo soy una chica delante de un chico pidiendo que la quieran”. 

Fotograma de 'Smiley'
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Y es que, pese a llegar a rozar a veces la sátira, Smiley viene a ser un reflejo de las relaciones actuales entre jóvenes y no tan jóvenes, y también una desmitificación de algunos otros asuntos casi siempre obviados en la televisión y en el cine, como los diferentes tipos de relaciones, tanto dentro como fuera del colectivo LGTBI, el uso activo de apps de citas como, en este caso, Grinder. el sexo homosexual, y el amor y la posibilidad de enamorarse más allá de cierta edad.

Y esta serie logra todo esto, precisamente, referenciando a saltos una de las mayores comedias románticas de los últimos tiempos, Love Actually, aunque también otras historias similares más recientes como la serie Modern Love, apareciendo en ambas ese paralelismo entre historias. 

Todo ello, por supuesto, muy a la española: con una “Vero” que quiere irse Ibiza en lugar de una estupendísima Keira Knightley, con altas dosis de humor (casi siempre acertadas), con una estupenda e inteligente banda sonora y con un folklórico Pepón Nieto envuelto en oropel y performando canciones de la mismísima Massiel.

Atrás quedaron los 2000

Dejando a un lado todo lo bueno que ofrece esta serie — el ritmo, in crescendo con cada capítulo, el mimo de la estética y las luces en cada plano, algunas actuaciones destacables como la de Meritxell Calvo —Vero— y la de Miki Esparbé, y la tímida presencia de un personaje bastante almodovariano que, de vez en cuando, suelta algún que otro pildorazo como “si fueras menos guapo, ya estarías casado”, con el que tan solo nos queda reír— Smiley cuenta con otros elementos que dejan mucho que desear

Algunas subtramas irrelevantes y recursos forzosamente lacrimógenos que no acaban de aportar gran cosa —véase en el personaje de marinero jubilado—, una elección de casting que ha generado no poca controversia y polémica, y un excesivo uso de metáforas de las que se podría haber prescindido sin que temblara el pulso.

Fotograma de 'Smiley'
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Lo que sí es cierto, obviando limoneros, limones, hilos rojos y cervezas que no llevan a ninguna parte, Smiley ha inoculado en Netflix (y en todos nosotros) lo que el dramaturgo Guillem Clua se propuso ya hace años: demostrar que no se para el mundo, ni se hunde el género, ni se pierde el guion, colocando a parejas no heteronormativa como personajes principales en lugar de eternos amigos gays de la prota rubia y guapa, y liberados, además, de dramas, traumas e ITS, connotaciones que este tipo de figuras parece arrastrar siempre en pantalla.

En definitiva, y aunque debería haber llegado mucho antes, dar a conocer una comedia romántica más (otra comedia romántica normal más), porque, aunque no lo parezca, es posible enfrentarse al denso y hetero catálogo de títulos de mediados de los 2000. Y seguro que Katherine Heigl estaría orgullosa.

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