Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

El zafio de la cancha

Nick Kyrgios, en el partido que disputó contra Daniil Medvedev en el US Open.
Nick Kyrgios, en el partido que disputó contra Daniil Medvedev en el US Open.
EFE
Nick Kyrgios, en el partido que disputó contra Daniil Medvedev en el US Open.

Alguien dijo alguna vez, hace muchos años, que el fútbol era un deporte de caballeros jugado por palurdos mientras que el rugby era un deporte de palurdos jugado por caballeros. Bueno. Es una frase ingeniosa y malvada, nada más. Ya no tiene contacto con la realidad, si es que alguna vez lo tuvo.

Pero hay un deporte de caballeros en el que solo participan caballeros (y damas, desde luego). Es el tenis. Es un juego singular porque el tenista compite a solas contra otra persona y necesita fuerza, práctica, experiencia, reflejos, talento y resistencia física, pero en realidad está compitiendo contra sí mismo: los partidos se ganan con la cabeza mucho más que con los brazos o las piernas. Quien logra mantener la proporción exacta entre adrenalina y serenidad, quien no pierde los nervios, vence.

En estos días, con el apasionante Abierto de EEUU del que tan bien está informando este periódico, la pasión por el tenis se multiplica. Todos los días vemos el elegante y educado ritual de los tenistas, idéntico en ellos y en ellas. Se saludan cortésmente antes de empezar el partido y se vuelven a felicitar con sincera afabilidad al final, aunque el partido haya durado cuatro horas, tengan los nervios hechos migas y no puedan con su alma. Saludan también, siempre, al juez de silla. Se piden perdón el uno al otro si la bola tropieza en la red pero pasa al campo contrario, como si la culpa la tuviesen ellos. Gritan (algunos) para darse ánimos a sí mismos, pero para nada más. 

Rarísima vez hay marrullería en los tenistas y es casi imposible hacer trampas: nadie puede tirarse al suelo para fingir aparatosamente que le han hecho penalti. Tampoco hay, en ninguna parte, nada parecido a los 'ultrasur'. Lo más vulgar que puede pasar en un partido es que el público aplauda cuando uno de los contendientes comete un error, porque lo normal es que solo se aplaudan los aciertos. O que los espectadores estén voceando todo el tiempo, que entren y salgan como si estuviesen en una verbena, que es lo que sucede siempre en Flushing Meadows, el lugar en que se juega el Open de EEUU: la falta del habitual silencio casi sagrado desconcentra a algunos jugadores, que se quejan. Pero con toda educación.

Hay, sin embargo, una excepción. Un tipo zafio y maleducado que incumple todas las normas de corrección que puede, y son muchas. Es el australiano Nick Kyrgios. No en vano le llaman 'El demonio de Tasmania' o 'Bad boy'. Un individuo que se enfrenta siempre, constantemente, con los jueces, con el público y con los rivales, a quienes trata de poner nerviosos con sus bravuconadas. Un macarra que se mofa de los demás, y lo mismo hacen sus preparadores desde la grada. Un payaso que dirige muecas infantiles y gestos de burla a los jueces, a las cámaras (le encantan las cámaras de televisión), a los rivales, a todo el mundo. Un golfo que a veces lanza su saque no desde lo alto, como todos, sino desde abajo, lo cual suele salirle caro pero desconcierta al contrincante. Un grosero al que hay que llamar con mucha frecuencia la atención porque grita obscenidades, otra cosa que los caballeros y las damas del tenis no hacen jamás. Un chulo que, cuando se cabrea –y se cabrea muchas veces– puede dejar de competir: se limita a devolver las bolas sin el menor interés y pierde el partido deliberadamente, como muestra de desprecio.

Hay muy pocos precedentes de gente así. El más notorio fue John McEnroe, otro protestón maleducado, pero McEnroe tenía los modales del archiduque de Austria en comparación con este sujeto. Kyrgios es el Donald Trump, el Kiko Matamoros de la elite tenística mundial. No hay quien le aguante. Y no le aguanta nadie, pero todo el mundo habla de él: se hace notar como una cucaracha en un plato de leche. Eso le encanta.

¿Por qué sigue, entonces, en los torneos importantes? Por una sola razón: es un genio. Cuando se pone a jugar de verdad al tenis y no a hacer el idiota, es muy difícil de ganar. Tiene verdadero talento. Este desvergonzado bufón es el que ha doblegado a un distinguido y brillantísimo gentleman como el ruso Daniil Medvedev, número uno del mundo desde febrero pasado, y lo ha echado del torneo que él mismo ganó en 2021. Este insufrible Kyrgios puede llevarse el Open, ahora que Nadal ha caído heroicamente ante un cañonero como Tiafoe. Solo quedan, en mi opinión, dos jugadores que pueden impedirlo: nuestro genial Carlos Alcaraz y el prodigioso italiano Jannik Sinner. Pero son dos chiquilines, dos jovencitos a quienes pueden sacar de quicio las artimañas y las provocaciones grotescas del australiano. Y él sabe cómo sacar partido de eso.

Kyrgios tiene, sin embargo, una utilidad incuestionable: muestra a los demás, sobre todo al público, cómo no hay que hacer las cosas. Es un ejemplo, afortunadamente único a día de hoy, de en qué podría llegar a convertirse el tenis (esa isla casi solitaria de gentileza y buenas maneras) si a este tipo empiezan a salirle imitadores, cosa que no tendría nada de extraño porque el populismo y la zafiedad se transmiten mucho más velozmente que la distinción y las buenas formas.

De momento, Kyrgios es una excepción. Menos mal. Cuarenta a nada vamos ganando los aficionados.

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