OPINIÓN

Elogio de los ingleses

Harry Kane y Bellingham.
Harry Kane y Bellingham.
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Harry Kane y Bellingham.

Es mucho mejor una derrota que una victoria. La derrota te permite descargar sobre el destino las maldiciones del día, mientras que la victoria parece un acontecimiento necesario, previsto en el plan divino. La derrota curte; la victoria crea debilidad y jactancia.

Todo falso, claro. En realidad, no se pueden sacar conclusiones generales sobre la bondad o la maldad de casi nada. Si la derrota fuera benéfica no habría tanto aficionado del Real Madrid. La derrota solo sirve si es puntual y se sabe digerir y corregir el camino, pero una derrota tras otra puede acabar con el amor propio. Además, no siempre es justa ni refleja la correlación de fuerzas; a veces, una parte ha tenido mucha más suerte que la otra o hay abuso o corrupción.

Quise ver cómo digerían su derrota en la Eurocopa los tertulianos ingleses de los programas de deportes. Daba igual la cadena, ESPN, Sky Sports, BBC... ¡Qué bien les sentaba la derrota! Pero no por la derrota en sí, sino por esa cultura del libre intercambio de opiniones donde reina la búsqueda de la objetividad, el debate sereno y el respeto al interlocutor. Esa flema inglesa que parece contradecir el comportamiento desaforado de sus aficionados cuando beben de más en las calles de los países que visitan confiere a la sociedad británica cierta superioridad sobre sociedades como la nuestra. Aquí tenemos cosas muy buenas, pero no destacamos precisamente por la objetividad. Los partidos de fútbol en los que juega la selección española suelen retransmitirse con un fervor que no termina de convencerme. Si la selección va ganando, cuando faltan veinte minutos para el final, el locutor tiende a pedir la hora con una narración agónica. Si pierde, la culpa es del árbitro.

No digo que el Reino Unido sea un modelo imitable en todo, desde luego que no, pero sí en sus debates y en cómo sus analistas diseccionan la actualidad no para generar emociones encontradas o conflictos entre los espectadores, sino para exponer sus opiniones sin excesiva tendenciosidad. Los elogios a la selección española entre los comentaristas británicos han sido grandes, y las críticas hacia su seleccionador y también hacia algunos jugadores, como Harry Kane, también. Pero siempre con una limpieza y una finura que es señal de salud pública y democrática.

Cuando yo era niño, España no podía presumir de nada en el ámbito deportivo. Cuarenta años de franquismo solo habían traído derrotas (salvo para el Madrid, que tenía a un genio al frente: Santiago Bernabéu). Nuestros mayores recordaban a Manolo Santana en Wimbledon o la Eurocopa de 1964 como episodios puntuales y raros, mitológicos e irrepetibles. Algo cambió en el país: más instalaciones, más medios y, desde 2001, el mecanismo de solidaridad de la FIFA. Este mecanismo —nada neoliberal, por cierto— incentivó a los clubes modestos de categorías regionales a invertir en la formación de jóvenes talentos, dado que el éxito posterior de estos jugadores comenzó a generarles beneficios económicos, como ilustra el caso de Rodri y el Rayo Majadahonda. Hoy en día, España es una potencia deportiva.

También el debate público podría cambiar y conducirse a la británica en un futuro no demasiado lejano, por qué no. No estaría mal vivir en un país donde cualquier tema se discutiera con un enfoque pedagógico, respeto hacia el interlocutor y sin perder la compostura. Uno es consciente de que la emotividad atrae a mayor público, pero los debates británicos no carecen de emoción. Su calidad radica en una contención que da pie a eso que se da en llamar el humor británico, que suele ser la canalización irónica e ingeniosa del descontento o la crítica. Naturalmente, los españoles también podemos ser muy irónicos; falta que apliquemos la receta con más frecuencia a la vida pública.

"Yo soy español, español, español", cantaba a mi lado un escocés tras el gol de Oyarzabal, el otro día, con la enésima jarra de cerveza en la mano. El tipo había permanecido callado y discreto durante todo el partido, pero poco a poco su alegría se iba volviendo demasiado estrepitosa e invasiva. Alguien le dijo: "Tranquilo, compañero, que al final vas a parecer inglés". ¡Ah, la ironía! ¡Siempre funciona! Y no solo en los debates.

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