Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

Lo que dijo el general

Pedro Sánchez, con el móvil en el Congreso
Pedro Sánchez, con el móvil en el Congreso
EFE
Pedro Sánchez, con el móvil en el Congreso

A nadie le gusta que le espíen. Espiar a los demás es una cosa que está muy fea, ya nos lo decían de pequeños cuando nos pillaban con la oreja pegada a la puerta. Los cotillas, los metomentodo y los espías, cuyo santo padrón debería ser Judas Iscariote, están mal vistos, y con razón. Espiar a otros es, como mínimo, violar su intimidad; en escalas superiores, enterarse de sus planes con el objetivo de inutilizarlos.

Pero los espías son necesarios. Lo han sido siempre. Sin los espías, la Segunda Guerra Mundial habría durado muchísimo más: recuerden el desciframiento de la máquina alemana de encriptación Enigma, que ahorró innumerables vidas a pesar de que se mantuvo en secreto, o precisamente por eso. Sin los espías, los nazis habrían estado esperando a los aliados en Normandía y no en Calais, que era donde Hitler creía que iban a desembarcar. Sin los espías soviéticos, que eran muchísimo mejores que los norteamericanos (unos pardillos, por entonces), la URSS no habría conseguido el arma nuclear. Sin los espías, ETA seguiría existiendo. Sin los espías, hay países que ni siquiera estarían en el mapa, como Israel. Los espías son necesarios. O por lo menos son inevitables.

Sin los espías, los nazis habrían estado esperando a los aliados en Normandía

No espía quien quiere; espía quien puede y, gracias a la tecnología, puede espiar prácticamente cualquiera. Pero hay algo evidente: no son los políticos quienes nos espían. Son aquellos a quienes los gobiernos facilitan las tecnologías más sofisticadas. No fue Rajoy, ni es ahora Sánchez, quien pega la oreja a la puerta de los indepes ni quien les hackea el teléfono en secreto. Son los funcionarios encargados de eso. Y piensen ustedes qué funcionario, qué espía renunciaría a fisgar lo que hacen o dicen no ya tus presuntos enemigos sino tus amigos, tu jefe, tu presidente; el mismo que te encarga espiar a otros. Es una tentación difícil de resistir si tienes la convicción –la certeza nunca se tiene– de que nadie lo sabrá.

Porque ahí está la clave: en el secreto. Hubo un militar español, muy conocido en los años 80 y 90 del siglo pasado, que sabía de esto más que nadie: el general José Antonio Sáenz de Santamaría, que fue máximo responsable de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. Fue uno de los personajes clave en la desarticulación de la mafia vasca. Sobre esto del espionaje, aplicado a la lucha antiterrorista, el general dijo una vez una frase definitiva: "Hay cosas que no se deben hacer. Si se hacen, no se deben decir. Y si se dicen, hay que negarlas".

Ahí está todo. El problema no está en espiar, porque eso lo hace todo el mundo. El problema está en que te pillen o en que te delaten. Porque eso te convierte, más que en un delincuente, en un cretino imperdonable. Eso es lo que ha ocurrido. Con Pegasus o sin Pegasus, que eso ya son simples detalles.

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