Yo pude haber sido Miguel Ángel Blanco, la juventud en libertad vigilada de una generación marcada por ETA

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Iñaki Oyarzabal, Carlos García, Julio Rivero y Juan Carlos Abascal.
Jorge París
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Llamar a su madre para decirle que estaba bien. Eso fue lo primero que hizo Ramón Gómez cuando el 10 de julio de 1997 se enteró de que ETA había secuestrado a un concejal del PP. Las primeras informaciones hablaban de que se trataba de un joven de Eibar y él daba el perfil. Poco después se confirmó que el rapto había sido en la localidad guipuzcoana pero que el edil era de Ermua, en Vizcaya. Cuando el comando responsable de ese secuestro y posterior asesinato fue detenido, Ramón supo que había estado muy cerca de ser Miguel Ángel Blanco.

“Ibon Muñoa, que era concejal de HB en Eibar, había pasado a la banda información de Miguel Ángel y de los que en ese momento representábamos al PP en el Ayuntamiento de Eibar: Regina Otaola, Milagros Urizar y yo. Al final fueron a por Miguel Ángel porque mantenía más las rutinas y era el objetivo más fácil”, cuenta este donostiarra que entró en política motivado por la figura de Gregorio Ordóñez. En 1995, unos meses después de que un terrorista le descerrajase un tiro en la nuca al carismático dirigente popular, Ramón iniciaba su trayectoria como concejal sin haber llegado a cumplir los 20 años. Con el asesinato de Ordóñez, ETA había puesto en marcha su estrategia de “socializar el sufrimiento” y, aunque sin llegar a los niveles de 1997, cosechó las primeras reacciones numerosas de repulsa entre el pueblo vasco.

Hasta ese momento, la banda terrorista había dirigido sus atentados principalmente contra los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Si bien había segado igualmente la vida de numerosos civiles, con la colocación por ejemplo de un coche bomba en el Hipercor de Barcelona en 1987, fue entonces cuando intensificó sus acciones contra políticos de cualquier rango, periodistas, intelectuales, jueces, empresarios… Su objetivo era dejar muy claro que cualquiera que no siguiese sus postulados podía estar en el punto de mira.

Vanessa Vélez y Ramón Gómez, junto a Mari Mar Blanco.
Vanessa Vélez y Ramón Gómez, junto a Mari Mar Blanco.
CEDIDA

El atentado contra Miguel Ángel fue la muestra más clara. La imagen de aquel chico de 29 años, humilde, anónimo, puso a los ciudadanos en pie contra el terror porque se sintieron identificados con él. La sociedad vasca, y con ella el resto de la sociedad española, salió a la calle de forma masiva para exigir la liberación de alguien a quien no conocían pero al que sintieron como suyo. Y el dolor al descubrir que ETA había desoído el clamor social les indignó tanto como si la víctima fuese un familiar. 

El gesto de las manos pintadas de blanco y el grito de ¡Basta Ya!, surgidos tras el asesinato del expresidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente, se popularizaron. Surgió una generación que empezaba a dejar de sentirse amedrentada, aunque aún tendrían que pasar 14 años para que ETA dejara de causar tanto sufrimiento.

Aquello supuso un punto de inflexión a la hora de que la ciudadanía se liberase del miedo, pero Ramón aún sufrió después el rechazo de sus vecinos cuando aparecían pintadas en el portal con amenazas. Pese a todo no se arrugó y después de en Eibar fue concejal en San Sebastián. Sufrió atentados y extorsiones pero siguió “luchando por la libertad”, aunque le supusiese vivir 16 años con escolta. No uno, ni dos, sino hasta ocho en algún momento, porque a los suyos se sumaban los de su mujer. 

En 1999, Vanessa Vélez entró también en la política local a través de las listas del PP. Desde el asesinato de Miguel Ángel se intentó proteger hasta al político más raso, tanto del PP como del PSOE. “El pequeño que tiene 13 años no, pero nuestra hija mayor, de 16, sí recuerda ir en el coche con los escoltas, con los amigos de los aitas que decía ella”, cuenta Vanessa, que también estuvo en el punto de mira del Comando Donosti.

Amenazas contra Ramón Gómez en la puerta de su casa cuando era concejal del PP en el País Vasco.
Amenazas de ETA contra Ramón Gómez en la puerta de su casa cuando era concejal del PP en el País Vasco.
CEDIDA

“No podíamos dejar que ellos ganaran. En aquellos momentos fue muy importante el apoyo de la familia, que en ningún momento me dijo que lo dejara. Ahora que soy madre pienso que el verdadero coraje lo tuvieron mis padres. No me puedo ni imaginar por lo que pasaron”, continúa esta mujer, retirada ya de la política. También Ramón tiene ahora un trabajo en la empresa privada. “Nunca hemos visto la política como algo permanente. Siempre hemos tenido claro que teníamos que tener una carrera profesional a la que regresar”, explica ella.

Este matrimonio era más joven que Miguel Ángel Blanco pero forman parte de una generación de políticos a la que se asignó el nombre del concejal asesinado. Un grupo que vivió una juventud muy diferente a la del resto de chicos de su edad. Jóvenes políticos que “en vez de ir de discotecas, se quedaban en casa jugando a las cartas y al parchís”. 

A ese equipo pertenece también Iñaki Oyarzabal. El actual presidente del PP de Álava califica el secuestro y asesinato del concejal de Ermua como “las 48 horas más dramáticas de su vida”, unas horas que vivió muy próximo a la familia. Tan solo un año mayor que él, Iñaki había entrado bastante antes en política y aquel julio de 1997 ya era parlamentario vasco.

Iñaki Oyarzabal, presidente del PP de Álava.

“Los golpes que recibíamos cuando asesinaban a nuestros compañeros nos servían de acicate para seguir”, recuerda de unas décadas en las que los españoles vivían con el miedo constante de un tiroteo, un coche bomba, un secuestro… Bajo la amenaza de una banda que pretendía imponer su ideología independentista y atemorizar a todo el que no compartiera esa postura. Una presión que en el País Vasco ahogaba no solo por los apoyos directos, sino también por los silencios cómplices, las miradas hacia otro lado y hasta el estigma hacia las víctimas. Imperaba el terror.

En ese contexto, pesan sobre la espalda episodios como el de haber convencido a alguien para que diese un paso al frente y enfrentarse después a tener que ir a su entierro. “Vivimos cosas gordísimas, como que asesinasen a nuestro único concejal en un Ayuntamiento. Tenía que correr la lista y quien debía sustituirle no quería entrar. Su familia se oponía. Se le convence y lo matan también. Eso ocurrió en Rentería con Manuel Zamarreño”, señala Iñaki.

A Carlos García no hizo falta convencerle. En el verano de 1997 tenía 19 años y llevaba un año afiliado al PP. Fue la brutal ejecución de Miguel Ángel lo que le hizo tomar la decisión de ofrecerse al partido para ir en la lista del Consistorio vasco que fuese necesario, allí donde nadie se atreviese a dar el paso

Carlos García, concejal del PP en Bilbao.

“Los terroristas que habían asesinado a mi compañero no podían salirse con la suya”, remarca. Así fue como entraba con 21 años en el pleno local de Sondika. Aquel chico, con coleta y pendientes, natural del barrio bilbaíno de Santutxu, hijo de una catequista y de un maestro, que jugaba en el equipo de fútbol, pasaba a ser considerado por la izquierda abertzale “culpable de la represión de los presos vascos y de la negación de la palabra Euskal Herria”. Y añadían: “Lo vas a pagar muy caro”.

“Aquellos fueron los primeros carteles que colgaron en mi contra. Fue en las fiestas de Santutxu. Era fin de semana y el servicio de limpieza no trabajaba así que bajó a quitarlos mi madre y un batasuno la amenazó con pegarle”, recuerda. El lunes acudió a la sede del partido con un escolta y salió con dos, que le acompañaron durante 18 años. Una época a lo largo de la cual supo que un comando había llegado a tener las llaves del portal de su casa y que en documentación incautada se especificaba que era un concejal “de aspecto juvenil” y pelo largo. Aquello le llevó a cortarse la coleta y a quitarse los pendientes, de lo que quedan las marcas de los agujeros en las orejas.

A Carlos se le ponen los ojos vidriosos durante parte del relato. Su historia está salpicada de numerosos momentos emotivos. Como el día que conoció a Julio Rivero y supo que aquel ertzaina había estado velando por su seguridad durante su etapa en la Universidad sin que él hubiese sido consciente de ello: “Los escoltas se quedaban fuera de clase pero lo que yo no sabía es que dentro también tenía un ángel de la guarda”.

"Nadie sabía que yo era ertzaina y que iba con pistola. Ni los profesores. No había detectores de metales. Igual que pasaba yo podía pasar cualquiera. Ahí te das cuenta que no hay una seguridad al 100%. Yo tenía un elemento de protección pero ellos no", completa Julio. Tiene 54 años y lleva 30 en la policía autonómica. A la facultad llegó con una edad superior a la de Carlos. 

Julio Rivero, ertzaina y presidente de la Asociación Mila Esker

Durante las 48 horas del ultimátum que ETA dio al Gobierno de José María Aznar, tanto él como todos sus compañeros, en definitiva todos los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, estuvieron destinados a la búsqueda de Miguel Ángel. De aquello hace 25 años pero sigue sin poder evitar que se le salten las lágrimas cuando recuerda el dolor de no haber podido encontrarlo antes de que le pegasen dos tiros en la cabeza. 

"Vivimos aquello con mucha frustración en el ámbito profesional por no haber podido encontrar un hilo del que tirar. Se hicieron muchos rastreos por zonas rurales, bosques, caseríos, polígonos… Se hacían controles aleatorios a vehículos. Íbamos a la desesperada. Dando palos de ciego. Con una actividad frenética, alargando turnos", apunta. Él también estuvo amenazado y sabe lo que es revisar los bajos del vehículo en busca de un posible explosivo: "Revisabas el coche pero aun así te montabas primero, dabas unas vueltas por la manzana y cruzabas los dedos para haberlo revisado bien. Solo entonces dejabas que la familia se montara". 

La Ertzaintza, vista inicialmente como la policía del pueblo, pronto fue también objetivo de los terroristas. “Cuando se dieron cuenta de que actuábamos contra todo tipo de delitos el rechazo fue incluso mayor porque nos veían como traidores. Nos llamaban zipayos”, remarca el también presidente de Mila Esker. Esta asociación pretende fomentar el reconocimiento al esfuerzo de los ertzainas en la lucha contra el terrorismo y en la consecución de la paz, así como mantener viva la memoria de quienes dieron su vida por ello.

Juan Carlos Abascal, alcalde de Ermua desde 2018.

Igual que el resto, Juan Carlos Abascal tiene grabados en la memoria cada uno de los instantes que vivió aquellos días de mediados de julio de 1997. Habla de ello con serenidad, pero "la procesión va por dentro". Cuenta que todavía ahora, muchos vecinos lloran cuando vuelven a ver las imágenes de aquellas jornadas. "Primero lo vivimos con mucha esperanza de que en realidad no se produjera la fatal noticia que terminó produciéndose. Y cuando se produjo, la rabia y la indignación fueron los sentimientos que más afloraron aquí", comenta el actual alcalde de Ermua. Lo es desde 2018, cuando sustituyó a Carlos Totorika, también del PSOE.

Juan Carlos, que por entonces tenía 23 años, no había entrado todavía en política. Estaba en el último curso de Económicas y Empresariales, la misma carrera que había estudiado Miguel Ángel, al que conocía porque era habitual que el edil se acercara a su barrio a amenizar las verbenas con sus compañeros del grupo musical Póker. 

No podemos recuperar a Miguel Ángel, pero sí podemos recuperar su memoria

Aquel no fue el primer golpe del terrorismo que el regidor vivió de cerca. En 1980 ETA acababa con la vida de Sotero Mazo, un peluquero del pueblo. "Su familia y la mía están íntimamente ligadas. Yo desde niño conocí lo que era el terrorismo a través de la mirada de esta familia que sufrió la pérdida de un ser querido, la estigmatización y luego el olvido", comenta Juan Carlos, que quiere que el vigésimo quinto aniversario de la ejecución de Miguel Ángel Blanco sirva para rendirle homenaje a él, pero también al resto de las víctimas de la banda. Una organización que se llevó por delante 853 vidas y dejó rotas muchas más. 

“La gente no sabe lo que hemos vivido. Nosotros empezamos pegando carteles sin otra ambición que vivir en libertad. Y poder ir en moto por nuestra ciudad sin escoltas es libertad. Que nuestros hijos no se acomplejen por pensar de cierta manera es libertad. Ellos están creciendo con la normalidad de sentirse vascos y españoles, de que su idioma sea el castellano y el euskera”, recalca Vanessa, quien lamenta no obstante que aún se produzcan algunos altercados y hace por ello un llamamiento a no caer en el olvido: “A mi hija el año pasado le escupieron por llevar la bandera de España en el móvil. Si no contamos realmente lo que pasó se corre el riesgo real de que se repita”. 

“Creo que hemos llegado a un punto de convivencia en Euskadi. Eso es bueno, pero nos ha costado muchos sufrimientos”, apostilla Ramón, que igualmente clama por el recuerdo: “No podemos recuperar a Miguel Ángel Blanco, pero sí podemos recuperar su memoria”.

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