Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

La reina y yo

La reina Isanel II, en una foto de archivo.
La reina Isanel II, en una foto de archivo.
EFE
La reina Isanel II, en una foto de archivo.

Reina de todas las reinas. La muerte de Isabel II de Inglaterra ha provocado reacciones febriles y duelos imprevistos en España. Al fin y al cabo, y a pesar del Canal de la Mancha, fuimos imperio, y, si no, que se lo digan al bueno de Boris Johnson cuando paseaba recientemente por el Museo del Prado. Para los monárquicos de puño y letra, la reina era la quinta esencia de la fe dinástica, transformada en sello de correos con más colores que Andy Warhol. Para los republicanos de tócame Roque, era una especie de souvenir, convertido en taza humeante de té a las cinco de la tarde. A diferencia de nuestra Isabel II, la de los catorce hijos entre panza y espalda, la británica fue madre ordenada de cuatro hijos, a mayor gloria de la Commonwealth, aunque princesas del pueblo y actrices carnales agitaron el hipódromo real.

En el Recinto Real solo pueden estar los elegidos, algo así como los querubines, los serafines y los tronos

Por todos los hipódromos, Ascot. Inaugurado por la reina Ana de Inglaterra en el condado de Berkshire en 1711, cada verano se convierte en la síntesis perfecta entre estilo y extravagancia. Sombreros de copa a la búsqueda de la cuarta copa sin sombrero, ladies de casa con vestidos cenicientos, jeques en helicóptero y aristócratas con dinero prestado. Desde Audrey Hepburn en My fair lady hasta el desorientado Rod Stewart cuando se le denegó el acceso por incumplir el dress code, todo es posible en una hoguera de vanidades en la que los ingleses se distribuyen en coros como la jerarquía celestial de ángeles: el Recinto Real, el Grandstand y el Silver Ring. En el Recinto Real solo pueden estar los elegidos, algo así como los querubines, los serafines y los tronos. La flor y la nata, con lluvia.

Hace escasamente una década, por obra de mi buen amigo Federico Trillo, por entonces embajador de España en el vasto imperio, fui a formar parte un día de la condición de ángel en el Recinto Real de Ascot, provisto de indumento reglamentario. Un chaqué comprado un mes antes en una tienda de segunda mano en Sevilla por 90 euros. Afortunadamente, en 1955 se había abolido la regla que impedía el acceso a los divorciados, así que dispuse de licencia para entrar como James Bond, a pesar de que Sean Connery solo ha habido uno y bien que lo sabía Isabel II.

El Recinto Real tenía más escaleras mecánicas que el metro de Madrid. Y fue al llegar a la entreplanta entre moda de caballeros y de señoras, cuando vi salir a la reina. Andaba yo solo en ese momento peripatético, cuando el Duque de Edimburgo se acercó a hablar conmigo, confundiéndome con alguien que debía parecerse mucho a mí, porque la reina también esbozó una sonrisa abierta. No deshice el entuerto y me despedí. Fue la primera y la última vez. Que Dios salve a la reina. 

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