OPINIÓN

"¿Y qué culpa tendrá de ello el Van Gogh?"

'Masacre en Corea', Pablo Picasso, 1951
'Masacre en Corea', Pablo Picasso, 1951
© RMN-GP/Jean Gilles Berizzi © Succession Picasso 2014
'Masacre en Corea', Pablo Picasso, 1951

Acababa de ocurrir en nuestras antípodas, en la Galería Nacional de Victoria (Melbourne, Australia): dos activistas de un combativo grupo ecologista habían adherido sus manos al Picasso más goyesco y desconocido: Masacre en Corea.

Tras el estupor general, la pancarta: "Caos climático = hambre + guerra". "¿Y qué culpa tendrá de ello el Picasso?", dijo una paisana a un reportero local.

Y acaba de ocurrir en la National Gallery de Londres, en la que dos mujeres jóvenes han lanzado sopa de tomate sobre Los girasoles de Van Gogh. Tras el horror, su grito: "¿Qué es más importante? ¿El arte o la vida?". (Parecía una performance ideada por Andy Warhol desde la tumba). 

Con la llegada de la televisión al mundo, el mundo se convirtió en un circo al que no todos estábamos invitados. De ahí que muy pronto surgieran los espontáneos que se invitaban a sí mismos, sin permiso de la autoridad competente, y saltaban desnudos al campo de fútbol para denunciar desde la caza de conejos con hurón hasta las matanzas entre hutus y tutsis. Los ingleses, tan prácticos, pronto les pusieron un nombre: streakers, que es la combinación exacta del espontáneo con el exhibicionista. No sé si la denuncia de los streakers resultaba efectiva, pero su repercusión estaba garantizada (al menos durante unos segundos), pues la interrupción del circo con otro circo —un espontáneo en carnes perseguido por cuatro guardas jurados, generalmente barrigudos, es el colmo de lo circense— nos hacía comprender que las cosas podían ser de otra forma, y la forma tener otro contenido.

Hasta que se reanudaba el partido, claro.

Con el tiempo, el acto se convirtió en un fin en sí mismo y los streakers se profesionalizaron: ya no saltaban para denunciar las miserias del mundo, sino para venderse a sí mismos. A veces, sencillamente, para saber qué se siente.

Hacer las cosas porque sí, por pura pulsión estética o emocional y sin ánimo de lucro, puede parecer una frivolidad o un disparate, y seguramente lo sea, pero es también origen del arte más profundo y duradero; a veces, hasta del más social y político.

Hoy día, cuando surge un culo inesperado, la televisión lo elude para no dar pábulo a los espontáneos y enfoca las expresiones divertidas de quienes contemplan la persecución desde la grada. Así que los activistas han buscado otro ámbito propicio para sus denuncias y lo han encontrado en los museos.

Los objetos artísticos, últimos iconos sagrados de nuestra civilización —no tanto por su estética como por su precio—, son ahora un reclamo para quienes persiguen repercusión política o social. Hace unos meses, La primavera de Boticcelli fue afrentada por las manos de dos italianos en la Galería de los Uffizi. Y mientras la policía despegaba sus palmas de la tempera, los activistas, hombre y mujer, gritaban también contra la inoperancia de los gobiernos ante el cambio climático.

Si algo sabemos tras lustros con internet es la enorme capacidad de propagación mimética que tiene cualquier acto que genere controversia en las redes sociales (la controversia es fama). Después de aquel estropicio del Ecce homo de Borja, una señora canadiense emuló a nuestra audaz restauradora con una escultura de su ciudad natal y en Valencia pasó otro tanto con una Inmaculada de Murillo.

Podría ocurrir que pronto se pegaran manos en Goyas y Renoirs no tanto para denunciar algo, sino "porque yo también quiero hacerlo". Y sería terrible. O no.

Desde que el arte se ha convertido en una esfera confusa del quehacer humano, en cuya virtud es arte lo que los expertos dictaminan y venden como tal —si se expone en ARCO, por ejemplo, es arte—, podría darse la paradoja de que la destrucción de una obra de arte generara todavía más arte. Algo así como si en la carrera del espontáneo por el campo de fútbol halláramos más deporte que en el propio partido que interrumpe. 

Imaginemos que Bansky —ese misterioso artista de identidad desconocida— llega al Museo del Prado con capucha y arroja unas lechugas contra Los fusilamientos del 3 de mayo para después desvelarnos su rostro y descubrirnos que en realidad es… No sé… ¡Brad Pitt! ¡Jim Carrey! ¡Iker Casillas!  La performance —el espectáculo, la representación— valdría más que el propio cuadro y lo tendríamos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York al año siguiente.

Y por eso, porque el dinero es lo único que importa, los actos de Melbourne y de Londres tienen tanta repercusión mediática y tendrán tan poca repercusión política.

Pero yo sí me quedo con el mensaje: Caos climático = guerra + hambre.  Lo cual no es óbice para que me parezca execrable lo de la sopa de tomate. ¿No podríais haber elegido otra obra, tías? ¿Qué tal el tiburón en formol del fatuo Damien Hirst?

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