Ana Moreno Jefa de Nacional
OPINIÓN

El desengaño del día siguiente

El infernal chapapote lo impregnó todo. Arenales, zonas rocosas y cientos de kilómetros de costa se vieron afectados por el vertido del Prestige. En la imagen, varios voluntarios se afanan en limpiar la playa de Carnota, en noviembre de 2002.
El infernal chapapote lo impregnó todo.
Jorge París
El infernal chapapote lo impregnó todo. Arenales, zonas rocosas y cientos de kilómetros de costa se vieron afectados por el vertido del Prestige. En la imagen, varios voluntarios se afanan en limpiar la playa de Carnota, en noviembre de 2002.

"No os vengáis abajo cuando volvamos mañana y veáis la playa otra vez negra". Esta frase nos la dijo un militar en la isla de Ons, después de un agotador día recogiendo chapapote del Prestige. Habíamos llenado enormes cubos, en total varias toneladas, y estábamos exhaustos, pero satisfechos con la labor realizada. Mirábamos hacia la playa y sonreíamos: la habíamos dejado con el aspecto que debe tener una playa.

Así que a la observación que nos hizo ese uniformado, aunque se me quedó grabada, no le hicimos mucho caso. Más bien respondimos a ella con alguna risilla nerviosa, pensando que ese señor vestido con un uniforme al que no estábamos acostumbrados el grupo de niñatos de veintipocos años que éramos -aún no existía la UME y los militares no solían ayudar en incendios o nevadas- era un exagerado.

La imagen al día siguiente no pudo ser más desoladora. La playa, la misma que habíamos dejado un día antes limpia de petróleo, de esos "hilitos de plastilina", como los había definido un ministro de entonces apellidado Rajoy, era otra vez de color negro. Apenas se veían la arena y las rocas, cubiertas de petróleo como si 24 horas antes no hubiesen pasado por allí las decenas de voluntarios que habíamos estado limpiando. Y eso que, según decían por allí, lo peor estaba más arriba, en Costa da Morte.

El mismo militar, que llevaba allí limpiando chapapote casi un mes, volvió a recibirnos y darnos el equipamiento para volver a ponernos manos a la obra. No nos dijo nada. Seguramente ni se acordaba de nuestra cara; la isla estaba llena de veinteañeros y, una vez puesto el traje protector, las gafas y la mascarilla, todos éramos iguales a sus ojos. Nosotros tampoco hicimos ningún comentario.

Durante la noche, la marea subía, arrastrando con ella las toneladas y toneladas de crudo que había soltado el barco antes y después de hundirse. "¿Pero cuánto petróleo puede guardar un buque?", nos preguntábamos sin parar. Decían que el Prestige llevaba 77.000 toneladas. Para los gallegos, como si hubiesen sido 700 ó 77 millones. El horror duró años.

¿Pero cuánto petróleo puede guardar un buque?", nos preguntábamos sin parar

Era diciembre de 2002. Yo acaba de cumplir 21 años, estudiaba Periodismo en la Universidad Complutense y me apunté a ese viaje de voluntariado para recoger chapapote sin ser yo precisamente una joven que me destacara por mi implicación en la defensa del medio ambiente.

Quizá fui porque las imágenes de esas playas teñidas de negro eran las mismas en las que yo había pasado tantos veranos con mi familia a finales de los ochenta y principios de los noventa. Ons, justo el mismo lugar en el que estuve limpiando, era visita obligada cada año en las vacaciones familiares: de los quince días que pasábamos en Sanxenxo, uno lo dedicábamos a viajar a la isla. 

En 2002, el paisaje era bien distinto: decenas de voluntarios y militares trabajaban a destajo desde primera hora para recoger todo el chapapote posible que durante la noche había depositado la marea en la costa. Los isleños, que a buen seguro no habían visto nunca a tanta gente allí al mismo tiempo, limpiaban playas, pero también nos cuidaban repartiendo bebida y comida.

Fue la primera vez que vi y que me puse un EPI, los trajes blancos tan tristemente popularizados en 2020 por la pandemia de coronavirus. También la primera vez en que usé una mascarilla y unas gafas protectoras para evitar que la piel o los ojos entraran en contacto con el petróleo. Era la máxima preocupación de mi madre, mujer preocupada desde el día que nació -supongo que como todas las madres-, que cada día me preguntaba si me había manchado de chapapote.

En total, estuve cuatro días en Galicia limpiando, también en la playa de Carnota. No fue mucha mi aportación, lo reconozco. Pero sí fue suficiente para dejarme hecha polvo, no solo físicamente. A la vuelta, pensaba en aquellos que me iban a relevar. Y en que ellos también iban a dejar la playa impoluta para después sufrir el desengaño del día siguiente.

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