Llegan la Navidad, los Reyes Magos, los regalos bajo el árbol o los zapatos, y hablar de la ilusión desbordante de los niños es un lugar común. Parece que los niños deben, obligatoriamente, desear muchos regalos, tener cartas interminables, pasear por los gruesos catálogos de juguetes entonando el "melopido" en cada página. Es imprescindible que quieran acaparar regalos como las ardillas nueces y que las mañanas en las que despiertan con los deditos prestos para deshacer papeles y lazos, la alegría sea el sentimiento predominante.
En el siempre peligroso juego de las expectativas que depositamos en nuestros hijos, esas escenas forman parte de lo esperable, de lo que los adultos ansiamos al ser padres. La felicidad vicaria es un sentimiento poderoso y nos esforzamos por imbuir en los niños la magia de estas fiestas, en que escriban sus cartas, en encontrar todo aquello que han pedido y recorrer distintas casas para que esa alborozada ilusión infantil se nos contagie y también llegue a tíos y abuelos.
Ay de esos niños que no quieren apenas nada, esos con los que puedes entrar en cualquier juguetería y recorrerla a conciencia sin que nada les llame la atención, aquellos que solo piden libros, un regalo que sabe a poco a muchos regaladores. Pareciera que están dinamitando nuestros esfuerzos por representar la feliz locura navideña que vemos en las películas, en otras casas. Niños raros, niños rancios, niños difíciles de regalar, los llaman muchos sin darse cuenta de que nuestras expectativas no son lo más importante.
Ay, especialmente, de esos niños que no quieren absolutamente nada. Niños que no piden nada en absoluto, en ocasiones porque no tienen capacidad para hacerlo. Niños que no entienden la navidad, no entienden tampoco el concepto de hacer un regalo. Niños que se niegan a desgarrar el papel de regalo. Niños a los que no les gustan las sorpresas. Niños para los que la mañana de Reyes es como cualquier otra. Niños que desbaratan, a su pesar, las ilusiones de sus padres. Niños como mi hijo, con autismo y discapacidad intelectual. Niños que no juegan, que apenas tienen intereses, impermeables a la magia de la Navidad.
Somos seres emocionales, pero las emociones que deberían imperar ante estos niños son el respecto y la aceptación. La frustración y la decepción pueden resultar lógicas, pero nos corresponde domarlas hasta la desaparición, para poder vivir una mañana de Reyes positiva, felizmente distinta, como distintos somos todas las familias.
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