Han acabado las fiestas, pero la rutina vuelve inexorable, como el tiempo y los kilos de más tras las infinitas comilonas. Y con los kilos, de los que somos plenamente conscientes, llega también la negación de la realidad posterior. Esa justificación absurda después de comprimir lo que no nos gusta hasta que entra, como los vaqueros que no abrochan y nos molestan, pero nos embutimos incómodamente, en vez de comprar una talla más, con la esperanza de que la realidad cambie como queremos.

Y del peso individual al colectivo, al social y político. Prueba de ello es el asalto al Parlamento en Brasil por parte de la ultraderecha porque el resultado electoral no es el deseado, o al Capitolio hace dos años en EEUU. La negación de una realidad que se retuerce hasta que pueda encajar en sus hechuras, un Tetris institucional diabólico, que se intenta ganar, aunque no existan la piezas.

Cuando todo lo que nos disgusta es fraude, el propio fraude se convierte en fraude real, en un bucle infinito perdiendo el sentido, como cuando repites muchas veces seguidas un nombre y se despoja de la identidad, pierde su significado. Y yo pensando que esto de la política iba de solucionar problemas reales y no de negarlos como también hacen en China, que empiezan por eso tan abstracto, las cifras, y acaban negando algo tan concreto como las imágenes de hospitales llenos de gente contagiada.

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Es más fácil rechazar la realidad que sucede ante nuestros ojos que trabajar en solucionarla, como los kilos postnavideños ante el espejo. Bienvenidos «al traje del emperador», o más bien de los que se creen emperadores. Lo peor no es que tengan un mal desnudo es que, además, nos dejan también al resto en pelotas.