Paciencia y empatía. Si algo quiero transmitir a mis hijos es la importancia de cultivar esas virtudes, de ponerse en el lugar del otro, de no desesperar. Por imposible que parezca, especialmente en estos tiempos de aceleración y protagonismo constante, primar la tranquila perseverancia y despojarse del ego resulta vital. Paciencia y empatía son dos sostenes del saber vivir.
Saber esperar sin claudicar, mantener los pies en los estribos, todos los papeles bien ordenados y los nervios bajo control es importantísimo en casa, en el trabajo, en la cola del súper o al enfrentarse con el sistema de citas de la Seguridad Social. Y la empatía, un concepto sobado en exceso y no por ello menos relevante. Ser capaz de pararse y ponerse en el pellejo ajeno, de no precipitarse en juicios y conclusiones.
En el aprendizaje para controlar tomar conciencia y ejercitar la templaza, una integridad sin estridencias, no he tenido mejores maestros que aquellos a los que he cuidado. No por las dificultades encontradas, en absoluto, sino por el amor entregado y recibido. Hablo de mis mayores, de los animales de los que me he responsabilizado, de mis hijos. El mayor sobre todo, que tiene autismo, que es altamente dependiente, que no habla, que necesita ayuda para todo, que es feliz en este mundo que confeccionamos demasiado complejo.
Cuando vives con una persona como Jaime, con una dependencia tan severa, y al mismo tiempo compruebas lo bien que se siente en el mundo, querido y contento, entiendes lo que verdaderamente es importante, lo que nos aporta una vida plena, si es que permites que alguien así te enseñe, si te permites parar para apreciarlo, si la paciencia y la empatía te acompañan.
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