Internacional

Los 12 meses que cambiaron la vida de Anna, Eduard y Yaryna: relato de las vidas rotas que se acumulan... mientras la guerra continúa

El 24 de febrero de 2022 Kiev, la capital ucraniana en la que empezamos nuestra cobertura, se despertó de madrugada con los primeros misiles rusos impactando en la infraestructura de la ciudad. Los kievitas oyeron las fuertes explosiones y sus primeros mensajes enviados aquella mañana contenían una sola frase: "Empezó la guerra". En pocos minutos la gente ya metía toda su vida en una sola maleta y se dirigía al oeste del país. El pánico de aquellas primeras horas se reflejaba en las carreteras llenas de coches y los textos desesperados en las redes sociales.

Ahora, un año después, la ciudad permanece en relativa calma: la gente pasea tranquilamente pese a que las sirenas suenan de vez en cuando. La plaza de la Independencia parece hasta festiva, decorada con pequeñas banderas de color azul y amarillo. Al acercarse a ellas, se observa el nombre de los soldados fallecidos escritos con rotulador negro sobre la tela. Entre ellos, los apodos de los miembros del regimiento de Azov que lucharon en Mariúpol, una de las páginas más duras de acontecimientos que ya se pueden considerar históricos.

Este paisaje en el corazón de Ucrania refleja la paradoja de un país en guerra. Mientras a unos kilómetros, en el este nevado, los soldados se juegan la vida, Kiev mantiene la ilusión de la vida normal en la retaguardia con sus luchas internas. Un mundo dual que se refleja en la vida de los protagonistas de nuestros reportajes en los primeros días de invasión.

Un año de Eduard (Mykolaiv)

Soldado de 20 años, de la brigada 36 de la infantería marina; escapó del infierno de Mariúpol. Su madre Svitlana pasó 30 días buscándole entre los conocidos, los mensajes de Telegram y en las listas de los muertos.

Fui a visitar a Eduard dos meses después de entrevistarle en el hospital de Dnipro. Llamé a su madre Svitlana para preguntarle cómo estaba y me pidió visitarlo para que no se sintiera solo. Allí seguía, tumbado en la cama, muy delgado, pálido y con dolor en la pierna. Se preocupó por el peso de mi chaleco. "¿Cómo va tan cargada?", me dijo. Le molestaban las muletas, pero se comportó de manera caballerosa y me acompañó al taxi.

Desde entonces ha pasado por diferentes hospitales, se ha sometido a varias operaciones y combate el síndrome postraumático. Tiembla cada vez que escucha el sonido de un tren, un coche o un ruido inesperado. Y no le gusta hablar de sus batallas en Azovstal y los compañeros perdidos.

En otoño estuvimos sentados, fumando, en el banco del hospital de Odesa y le regalé un libro de manga japonés. Eduard se aburría encerrado en el cuarto con compañeros mucho más mayores que él. No podía dormir y se le notaba en sus ojeras azules y sus ojos cansados. Me enseñó los tatuajes que se hizo en la espalda y en el cuello con bocetos que le pintaron sus compañeros del regimiento Azov en los sótanos de la planta siderúrgica. “No tenía tatuajes y me decían que parecía desnudo”, me explicó. Pese a que no queríamos, nuestra conversación siempre volvía a la guerra.

Un año después de la invasión Eduard todavía sigue en el hospital, se borró de Facebook y le queda la última operación

- "Eduard, su vida no se acabó. Todavía es joven, puede aprender y, si me permite, encontrar un amor de su vida que lo cambiará todo", le decía.

- "¿Usted piensa que alguien se enamorará de mí con esta pierna?", me preguntaba. De repente, se puso aún más pensativo y triste.

Al despedirnos, acordamos pasear juntos por Odessa en cuanto acabase la guerra y vistiendo nuestras mejores galas. Sin conversaciones sobre muertes y sobre aquellos días en Mariúpol.

Un año después de la invasión Eduard todavía sigue en el hospital, se borró de Facebook y le queda la última operación. El veredicto de los médicos ha sido definitivo: ya no podrá volver al ejército y todavía no se sabe si podrá caminar bien. Su madre sigue luchando por él: contra sus demonios, contra la burocracia y contra el sistema hospitalario militar. "Esta guerra no me devolvió a mi hijo, cuando se fue al ejército parecía otra persona, un chico de 20 años, ahora a veces me cuesta reconocerlo”. Svitlana ayuda ahora a otras madres a buscar a sus hijos cautivos por los rusos y prepara pyrogy que vende para comprar sacos de dormir a los que pasan sus noches en las trincheras. “Ellos luchan por Ucrania, y ahora estamos luchando por ellos”, dice con voz rota.

Un año para Anna (Kiev)

Fotógrafa de 40 años; quedó atrapada junto a su marido —un consejero de inversiones de 42 años— y sus dos hijos en una casa alejada de la civilización en un bosque cerca de Kiev.

Anna describe este año como de "cambio radical y drástico". El 24 de febrero intentaron huir de Kiev para salvar a sus hijos, pero el destino quiso que acabaran casi en el medio de la batalla. Su casa de campo estaba en la famosa carretera que llevaba a Borodyanka, Bucha, Gostomel... los pueblos ocupados por los rusos. "Solo estuvimos allí quince días, daba mucho miedo, las explosiones retumbaban cerca todo el tiempo, nos atacaron los aviones rusos y los misiles volaron sobre nuestras cabezas".

Siente miedo cuando se acuerda de estas dos semanas. La suerte, o quizás el destino que menciona varias veces, le salvó la vida. Su amiga vivía en un pueblo vecino ocupado por las tropas de Kadyrovzy y fue testigo de verdaderas atrocidades. Logró escapar de noche y eso animó a Anna a seguir su ejemplo: hizo de la noche su cómplice y aceptó la invitación de sus familiares de marcharse a vivir con ellos al oeste del país.

Anna, con sus hijos en el pueblo donde se trasladaron desde Kiev
CEDIDA
Anna, con sus hijos en el pueblo donde se trasladaron desde Kiev
CEDIDA

Desde entonces llevan casi un año viviendo en la pequeña patria de su padre, que murió hace tiempo y está enterrado en un cementerio de la región de Chernivtsi. Cambiaron su vida ruidosa en la capital por la tranquilidad de una pequeña ciudad. Al principio, los niños mostraban fuertes signos de estrés postraumático pero casi 12 meses de serenidad en un lugar tranquilo les ayudaron a recuperarse del trauma. Ahora son niños felices que disfrutan divirtiéndose en camas elásticas, chapoteando en un arroyo de montaña en verano y nadando en la piscina. Sus padres notan su miedo sólo cuando se acerca un avión. “Nuestros pilotos practican aquí a menudo, y los niños se ponen muy nerviosos en estos momentos”, dice.

Su hija Ksyusha (4 años) fue a la guardería local, pero no pudo seguir allí durante mucho tiempo por culpa de las sirenas antiaéreas. “Cuando encendían las sirenas, los niños bajaban al refugio incluso durante la siesta y Ksyusha lloraba porque su mamá no estaba. Fue muy duro para ella”, comenta Anna.

Sus hijos todavía hablan principalmente ruso, pero les ayudan a aprender ucraniano, y según Anna, “les tratan con comprensión y paciencia”. Su hijo Misha aprendió la canción "Oy u luzi chervona kalyna" [símbolo de la resistencia ucraniana en esta guerra], y le gusta vestirse con los colores de la bandera ucraniana; hasta lleva una pulsera ucraniana, y en vez de un saludo normal siempre dice: "Buenas tardes, somos de Ucrania".

“Un pequeño patriota”, sonríe Anna orgullosamente. Un año desde el inicio de la invasión llaman a sus familiares, se apoyan mutuamente, hacen donaciones a las Fuerzas Armadas y viven a la espera de la victoria.

Un año para Yaryna (Kiev)

Yaryna Arieva, de 21 años, diputada en el Parlamento ucraniano, y su novio Sviatoslav Fursin, de 24, se casaron en el Monasterio de San Miguel de las Cúpulas Doradas y se casaron cuando empezó la guerra. Tres horas después de la ceremonia... empuñaron un arma y se alistaron.

El día de invasión interrumpió los planes de Yaryna y su preparación para una gran boda. En vez de discutir sobre trajes y menú para los invitados, ella, junto a su novio. empuñó un Kalashnikov para defender Kiev. Un mes después, cuando estaba claro que la capital no se conquistaría en tres días, la defensa se delegó en soldados con más experiencia. 

Pero la situación humanitaria en la periferia era terrible y la destrucción, devastadora. Yaryna se dedicó con su novio a ayudar a gente que padeció la ocupación rusa. Llevaban comida a los pueblos y la gente contaba entre lágrimas dolorosas historias de vecinos fusilados, bombardeos y sótanos de tortura. "En nuestro primer viaje llevamos pan y tuvimos que regresar dos veces. más porque los alimentos y los macarrones que llevamos no bastaban para todos”, comenta. 

La guerra ha cambiado a nuestros hijos, robándoles su infancia y juventud

Los dos, como tantos otros jóvenes ucranianos, intentaron encontrar el balance entre la vida y la guerra: estudiaban programación entre apagón y apagón y, al mismo tiempo, recaudaban fondos para el ejército. "A veces miro las fotos de mi hija antes de la guerra y me fijo en esa mirada despreocupada que ya no está ahí", dice su madre, la periodista Natalka Fitsych. "La guerra ha cambiado a nuestros hijos, les ha robado su infancia y su juventud. Su padre y yo teníamos la esperanza de que nuestra generación terminará la lucha por Ucrania. Tuvimos que lidiar con el colapso del imperio, el establecimiento de la independencia y luego el establecimiento del estado. Pero la lucha continúa. Resultó que nosotros mismos éramos hijos del trueno, pero criamos hijos de la tormenta. Y ahora tienen que continuar”.

Los últimos 12 meses no solo han cambiado la vida de Eduard, Anna y Yaryna. Entre lágrimas, Tatiana del pueblo de Pokrovske me contó que estaba en un entierro de su amigo, el hijo de Maya no llegó para pasar la Navidad con ella, Romashka se hizo el tatuaje dedicado a los soldados fallecidos y cada vez se encuentra con más trabajo. Las vidas rotas se suman y la guerra continúa.

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