Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

El lobo feroz reclama derechos

Cartel de la obra 'Caperucita Roja, la versión más loca de la historia'
Cartel de la obra 'Caperucita Roja, la versión más loca de la historia'
AYUNTAMIENTO DE CARTAGENA
Cartel de la obra 'Caperucita Roja, la versión más loca de la historia'

Cuando Caperucita Roja atravesó aquel bosque de nuestra infancia, nada volvió a ser igual. El lobo feroz era la expresión misma de la perfidia y de la maldad, un monstruo dispuesto a engullir a abuela y nieta que simbolizaban la inocencia genuina en rojo raso. No quiero destrozar mitos a esta altura de nuestras vidas, pero el lobo merece, a la vista de las nuevas leyes aprobadas en España, un reconocimiento y una reparación histórica de seguir con los nuevos patrones del buen gobierno animal.

Para empezar, Caperucita Roja, en el sentido originario del cuento de Perrault, no es plenamente ingenua, y quiere llegar sola y no borracha a casa. El bosque sería el rito iniciático de una adolescente que se adentra en la vida en comunidad, y el rojo visceral de su capa, a decir de Freud, sería el símbolo del deseo, del despertar sexual, encerrada en un mundo donde no es capaz de reconocer todos los riesgos.

En definitiva, Caperucita Roja representa la liberación sexual, en camino del punto de encuentro del 8-M, mientras que el lobo, animal digno de protección, ya no se convierte en un ser salaz y promiscuo, sino en un pobre ser sintiente que contempla que su espacio natural ha sido invadido por un ser eventualmente gestante. Montero contra Belarra.

Caperucita Roja representa la liberación sexual, mientras el lobo se convierte en un pobre ser sintiente y no en uno salaz

Cuando la adolescente llega a casa de la abuela, esta le indica que guarde la leche y el pan, sin IVA, y que coma la carne, pendiente de rebaja del IVA, que hay en la cocina preparada para ella. Además, la niña se mofa del pobre animal: de sus orejas, de sus dientes, de sus ojos. Injustamente, no había nadie que le defendiera de tal atropello porque cada cual, animal de compañía o no, tiene que estar a gusto con su físico sin el escarnio de terceros. Y el lobo explota, que no es el lobo-hombre de Vian y de La Unión, y se zampa a la adolescente, mientras digiere la carne de la abuela que bien podía haber estado disfrutando de un viaje del Imserso en Benidorm.

Ahora bien, lo indignante viene ahora. Intolerable. Y es que sea un cazador el que venga a poner orden. ¿Pero no había que prohibir la caza, salvo la película de mi paisano Carlos Saura, que en paz descanse? Según algunas versiones de lectura rápida, el cazador abre sanguinariamente la barriga del lobo, extrae a las dos generaciones de mujeres, y la rellena de piedras para lanzar al lobo al río. Maltrato animal de libro y de Código Penal. Y ni que decir tiene que, en una versión originaria, la abuela no sale dicharachera como Ramón Tamames a una moción de censura, sino que la carne que se comió Caperucita ante de ser engullida por el lobo era la de su propia abuela. Una caníbal en todo regla. Esto es consumo y le tocará a Garzón regularlo.

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