'Ni un besito a la fuerza' se llamaba un cuento que leía a mi hija, ahora adolescente, pensado para enseñar a los niños a hacerse respetar, a entender que su cuerpo es suyo; que tienen derecho a rechazar las aproximaciones físicas de los adultos si no les placen; que no deben acatar obedientemente los deseos de contacto físico de los adultos porque es algo que además deja entreabierta la puerta a posibles abusos.
'Ni una caricia a la fuerza' tendría que existir como cuento para todas aquellas personas que se empeñan en imponer sus manos en los animales sin respetar sus deseos.
Es una escena habitual: niños y mayores que quieren acariciar o abrazar a un animal y lo van a acariciar y a abrazar, da igual que el adorable cachorro de chihuahua, el enorme terranova o el peludo gato persa muestre claramente que no está por la labor de ser sobado o estrujado. Puede mostrar miedo y conductas de evasión, da igual, esas señales son ignoradas a sabiendas o por ignorancia, porque nada hay más importante que satisfacer el deseo humano de tocar o coger en brazos.
Salvo clara amenaza de mordisco o arañazo, y a veces ni eso le resulta y el mordisco y el arañazo llegan, el animal tendrá que someterse con resignada paciencia al mal trago, a menos que tenga un humano al lado sensible y capaz de explicar con amabilidad al sujeto acariciador que deje al bicho en paz.
"Quiero que Tula duerma conmigo", me decía algunas noches mi hija hace años. "Es un ser vivo con sus propios deseos y tienes que entender que, como hace calor, prefiera el suelo", respondía yo. "Deja al gato en paz cariño, que quiere estar tranquilo", explicaba a mi sobrina cuando era pequeña y el amor que sentía por los animales podía resultar asfixiante. Podría haber cogido a la perra en brazos y obligarla a quedarse en esa cama o sujetar al gato para que mi sobrina disfrutara, pero siempre me pareció más importante transmitir le respeto, la empatía por el otro, animal o humano.
Todos deberíamos empezar a interiorizar que si vemos a un animal y nos sentimos inclinados a invadir su espacio y acariciarlo, en lugar de asumir que tenemos derecho a hacerlo, deberíamos observar su lenguaje corporal, leer el entorno y acercarnos solo si vamos a ser bien recibidos. Obviamente, preguntando siempre y en cualquier caso si va acompañado por su propietario. Estoy segura de que ese modo de obrar cimentaría también el respeto hacia nuestro congéneres en otros ámbitos.
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