OPINIÓN

Vuelven los dioses

Un ejecutivo mirando el atardecer.
Un ejecutivo mirando el atardecer.
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Un ejecutivo mirando el atardecer.

Lo dijo Yuval Harari hace poco: en un futuro inmediato el ser humano volverá a dividirse en dos especies. No se refería a un resurgimiento de los neandertales mediante ingeniería genética, aunque haya quien asegura que los chinos tienen varios en un laboratorio de Wuhan que, en cualquier momento, podrían escapar para atacarnos con sus lanzas; pero no, Harari no es un conspiranoico. Decía el brillante historiador israelí que las últimas posibilidades tecnológicas o científicas convertirán a quienes se lo puedan permitir en una nueva especie humana, casi inmortal, con capacidades propias de superhéroes de cómic; el resto seguiremos como Mortadelo y Filemón o como Rompetechos. Los ricos serán más altos y más guapos (nada nuevo bajo el sol), pero también una entidad biológica distinta, híbrida, mitad robot mitad carne.

En efecto, entre los más prósperos de Silicon Valley, la obesidad, la calvicie y la caries ya empiezan a ser males del pasado. Cualquiera que visite las fotografías de los magnates del lugar habrá notado que por Jeff Bezos no pasan los años —padeció la alopecia antes de ser millonario—, y que Elon Musk posa ahora más lozano que cuando tenía 19. Mark Zuckerberg sigue siendo feo, pero un billonario acarrea la belleza en la cartera, y Mark ya tiene en su metaverso el mejor espejo.

Estamos ante la transformación violenta de un mundo apacible (de apacible, nada, pero la frase dice cosas). Y los pobres nos vamos a quedar fuera del tren del progreso científico, del cambio de especie, es decir, seguiremos con nuestros achaques los que no pertenecemos al 0,1% de la población poderosa, los que compramos móviles a nuestros hijos, los que hacemos ayuno intermitente, los que ponemos fotos de nuestras vacaciones en las redes sociales, los que tenemos miedo de que nos atropelle un patinete eléctrico, etc.: nosotros nos quedaremos como estamos, anhelando unos años efímeros de jubilación en los que echaremos de menos la vida laboral. Ahí está el millonario Bryan Johnson, que toma cien pastillas diarias —amén de otros excesos— no para retrasar el envejecimiento, sino para removerlo de sus células, y parece que la panoplia de licopeno, metformina, creatina, cúrcuma y no sé qué más funciona. Su caso resulta agobiante. Está tan obsesionado por seguir vivo que apenas vive para lograrlo.

Los pobres nos vamos a quedar fuera del tren del progreso científico, del cambio de especie

Dice el gran escritor español Dokusho Villalba que, así como despertar por la mañana trae consigo la comprensión de que el sueño es una realidad ilusoria, la muerte conlleva el fin de otra ilusión, de otro sueño: la vida. La vida no es más que un sueño en la tradición zen y en la tradición literaria española (como insiste con acierto otro grande, José María Merino: pensemos en Calderón de la Barca). Vivimos en un sueño. Pero hay tipos que quieren permanecer en el sueño para siempre, al menos hasta el fin de los tiempos. Y están cerca de lograrlo.

De eso va, supongo, la política. De cómo gestionamos este sueño que llamamos vida para que no sea una pesadilla para nadie. Para unos debe primar la patria (ese relato que puede generar lazos solidarios entre desconocidos, Harari dixit, pero también crimen y destrucción), para otros la libertad (ese vértigo de elegir el destino), para los de más allá la igualdad (ese elemento crucial para una convivencia pacífica). Pero sin una cierta igualdad no hay libertad, y viceversa. Quien trabaja sin descanso de sol a sol por necesidad alimenticia carece de libertad, y quien no puede salirse de un cauce marcado por el poder tampoco.

 La libertad y la igualdad van de la mano, pero discuten mucho, a veces se pelean, son como la acción y el personaje de las novelas; no son nada la una sin el otro, se retroalimentan, pero pugnan por ganar un terreno compartido y cuando el equilibrio se rompe, la novela falla; cuando el personaje predomina sobre la acción aparece el aburrimiento; cuando la acción derrota al personaje brota la banalidad. Si el mundo se transforma en un planeta de dos especies volveremos a los dioses griegos, a una desigualdad con la que la vida humana perderá toda esperanza de libre albedrío. Por un lado, los seres humanos del montón con nuestras cosas —las que nos permitan—, y por otro los dioses, tan crueles o más que los hombres, tan caprichosos o más, tan despiadados o más, e inmortales. Me pregunto si Bryan Johnson es el próximo Zeus. (A Mark Zuckerberg, la verdad, no lo veo).

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