Javier Yanes Periodista, escritor, biólogo y doctor en Bioquímica y Biología Molecular
OPINIÓN

Dragó y los zapatos del científico

Fernando Sánchez Dragó.
Fernando Sánchez Dragó.
EFE
Fernando Sánchez Dragó.

Uno de los gajes del oficio del periodista de ciencia es recibir esporádicamente los evangelios de los aspirantes a mesías científicos. Dicho sea sin el menor ánimo de ofender a nadie, sino solo de ilustrar: en las religiones, el mesías es alguien que llega de nuevas para cambiarlo todo, enmendando la plana a todos, sin necesidad de acreditar ningún currículum, porque ha sido elegido por la divinidad como depositario de una verdad revelada que los demás no poseen.

En el caso que nos ocupa, se trata de este perfil: hombre (siempre), generalmente jubilado de algún sector profesional no relacionado con la ciencia, pero con afición por ella, lo cual es encomiable; que a veces se presenta como científico amateur (esto hoy no existe), cuyo objeto de interés casi siempre es la física, y que dice haber descubierto una gran revelación hasta ahora oculta a generaciones y generaciones de científicos brillantes. Hay una especial predilección de estas personas por decir que Einstein se equivocó. Y sí, lo hizo en alguna cosita, como el entrelazamiento cuántico. Pero todo aquello objetable en el trabajo de Einstein, o en general de cualquier otro científico, ha sido detectado por sus colegas especializados ya desde el mismo momento de su publicación, y discutido y experimentado hasta la saciedad.

Cada vez que recibo por correo electrónico alguna de estas pretendidas revelaciones científicas, me disculpo amablemente con sus autores. En primer lugar, no soy físico, por lo cual no soy la persona más adecuada para valorar su trabajo, al que sin duda han dedicado largas horas. Pero si al menos de algo sirve la experiencia, les advierto de que probablemente, o bien son ellos quienes se equivocan, o si en efecto hay algún error en el trabajo previo de los científicos ya habrá sido ampliamente debatido antes por otros.

De que no se trata de desmerecer a nadie da fe el hecho de que incluso grandes personajes caen en este error. Desde hace décadas se habla humorísticamente de la “enfermedad del Nobel” o “nobelitis”: en ciencia no hay nada capaz de inflar tanto un ego como un Premio Nobel. Y en muchos casos ha ocurrido que los reconocidos con este galardón en su especialidad de repente comienzan a desbarrar en sus juicios y opiniones sobre otros campos en los que son paracaidistas nescientes. Sí, tal nobel es negacionista de las vacunas o del cambio climático. Pero no le dieron el premio por eso, sino por lo que hizo en aquello de lo que sí entiende.

"Zapatero, a tus zapatos"

Plinio el Viejo, el que murió en la erupción del Vesubio que destruyó Pompeya, escribía en su Naturalis Historia que un zapatero le hizo notar al pintor Apeles de Cos que había pintado mal una sandalia (crépida, en el original). Apeles corrigió el fallo, pero entonces el zapatero se vino arriba, como suele decirse, y comenzó a criticar otros detalles de la pintura. A lo que Apeles respondió “ne supra crepidam sutor iudicaret”, o “un zapatero no debería juzgar más allá de los zapatos”. De esta anécdota procede nuestro refrán “zapatero, a tus zapatos”, con equivalentes en otros idiomas, y un término para designar a quien hace lo que aquel zapatero: ultracrepidarianismo. Que suena mucho más fino y culto que “cuñadismo”.

Hace poco leía un artículo de la psicóloga April Nisan Ilkmen sobre el narcisismo patológico, y me preguntaba si en algunos casos será este trastorno de personalidad el que lleva a algunas de esas personas a creerse mesías en campos que no dominan. No lo sé, dado que no soy psicólogo, y juzgar tal cosa sería un ejercicio de ultracrepidarianismo por mi parte. Pero pensaba en un personaje concreto, cuyo nombre no voy a mencionar, negacionista de las vacunas y del cambio climático, que bajo unas credenciales científicas en campos no relacionados con ninguna de estas cosas decía, al parecer, que durante la pandemia estudió mucho sobre virus para llegar a su conclusión negacionista antivacunas: apártense, que viene el mesías.

Todo lo anterior es una explicación necesaria, aunque un camino muy revirado, para llegar a donde quiero: este personaje, parece ser, era amigo íntimo del recientemente fallecido Fernando Sánchez Dragó. Y un ejemplo muy sintomático de algo también aplicable al propio escritor.

Entre todo lo que se ha comentado en días atrás sobre Sánchez Dragó, algo ha pasado del todo ignorado, y alguien tiene que dejarlo escrito: Dragó era un enemigo de la ciencia. Ignoro si él se calificaba o se habría calificado como tal, pero lo era. Por supuesto, como cualquiera, estaba en su perfecto derecho de que la ciencia no le gustase. Pero al contrario que cualquiera, Dragó, e incluso su amigo, eran invitados a coloquios y mesas redondas para hablar sobre ciencia. En las entrevistas se le preguntaba sobre ciencia. El problema era que no sabía. Pero siendo Dragó, su tribuna se convertía en un blanqueamiento del negacionismo de la ciencia.

Las dos culturas

De Dragó se ha elogiado su “cultura enciclopédica”, y se le califica de “intelectual”. En 1959 C. P. Snow pronunció una conferencia titulada “Las dos culturas”. Snow era un físico-químico reconvertido en novelista, y que por lo tanto conocía bien los dos mundos, el de las ciencias y el de las humanidades; cruzaba la gran barrera divisoria entre ciencias y letras. Y en su ensayo decía:

"Un buen número de veces he estado presente en reuniones de personas a quienes, por los estándares de la cultura tradicional, se las considera muy cultas y que con considerable deleite han expresado su incredulidad ante el analfabetismo de los científicos. Una o dos veces me he sentido provocado y he preguntado cuántos de ellos podían describir la segunda ley de la Termodinámica. La respuesta era fría: también era negativa. Y con todo, estaba preguntando por algo que es el equivalente científico de: “¿Has leído algo de Shakespeare?”

Según C.P. Snow, la mayoría de las personas más listas del mundo occidental tienen aproximadamente la misma idea de ciencia que sus antepasados del Neolítico

Y seguía Snow: "Pienso ahora que si hubiese preguntado algo aún más simple —como, digamos, “¿qué entiendes por masa, o aceleración?”, que es el equivalente científico de “¿sabes leer?”—, no más de uno entre diez de los muy cultos habría sentido que estaba hablando el mismo idioma. Así, el gran edificio de la física moderna crece, y la mayoría de las personas más listas del mundo occidental tienen aproximadamente la misma idea de ello que sus antepasados del Neolítico".

A quienes popularmente se les llama “intelectuales”, Snow los llamaba “intelectuales literarios”. Consideraba, como otros también pensamos, que no puede hablarse de cultura enciclopédica cuando se trata de alguien que ignora voluntariamente una mitad entera de la enciclopedia.

No se trata de enumerar aquí ejemplos del ultracrepidarianismo anticientífico de Sánchez Dragó (que incluía también, por cierto, la “paparrucha” de las misiones lunares), sino más bien de ir a lo más esencial, qué es la ciencia, cómo funciona. Aparte de su calificación ludita de la tecnología como satánica o desintegradora, y de la ciencia como una nueva religión (hay mucha literatura discursiva y discusiva sobre ciencia y religión, pero calificar a la ciencia como religión viene a ser como decir que la realidad nos nubla el juicio), Dragó comparaba al científico con el hierofante de los templos egipcios, encerrado en una torre de marfil de la que sale de vez en cuando para “desgranar verdades como puños en un lenguaje críptico, inasequible al profano y revestido de autoridad, que cada 20, 30 o 40 años se descubre que era falso porque cambia el paradigma científico”.

Ni hierofantes ni torres de marfil

Por desgracia, y aunque sin duda Dragó habría leído a Kuhn, tergiversaba la idea de las revoluciones científicas, y mostraba escasa noción de qué es la ciencia actual ni cómo funciona. Su visión era un cliché obsoleto que, si existió alguna vez, murió a comienzos del siglo XX: el científico individual, solitario y desconectado del mundo, encerrado en su laboratorio con la ayuda, si acaso, de un asistente jorobado (perdonen la caricatura).

La transición de la vieja a la nueva ciencia está ampliamente reconocida y explicada por la historiografía de la ciencia. Un ejemplo brillante de esta transición en acción fue el descubrimiento de la penicilina por Fleming y su posterior aislamiento y producción por el equipo de Florey, Chain y el resto del grupo de Oxford. La ciencia moderna es un esfuerzo colectivo, colaborativo, interdisciplinar, transparente y rigurosamente observado e inspeccionado; no solo a través de la imprescindible revisión por pares, sino también de todo el juicio de la comunidad científica experta que recibe y analiza hasta el menor detalle, y continúa evaluando el trabajo después de publicado.

No, no eran falsos los descubrimientos de Newton, ni de Einstein, ni de Born, ni de los cuánticos de Copenhague, ni de John Bell. Ni eran falsos los descubrimientos de Darwin, ni de Haldane, ni de Eldredge y Gould, Dobzhansky o los sintéticos. Afirmar que cada 20, 30 o 40 años la ciencia se da por falsa, se derriba y se vuelve a construir de cero, como si fueran las tendencias de la moda, es una falacia de proporciones inconmensurables. Tampoco en la ciencia moderna hay hierofantes, ni torres de marfil, ni encierros; el lenguaje críptico no lo es para la mitad de la intelectualidad a la que no pertenecía Sánchez Dragó. Y para el resto, modestamente somos muchos los que nos dedicamos a intentar traducirlo.

Dragó podía ser muchas cosas, apreciables o repudiables, algunas de ellas más indiscutiblemente, otras según la inclinación ideológica de cada cual. Pero entre el jaleo sobre su vida personal, su ideología política o sus creencias espirituales, no debería olvidarse que representaba la pervivencia de la barrera entre las dos culturas de Snow hasta un extremo que ni siquiera el bueno de Charles Percy llegaba a imaginar; él hablaba de un nivel de conocimiento científico del Neolítico. Dragó despreciaba la revolución neolítica. Pero hablaba de los zapatos del científico como si hubiera llegado siquiera a probárselos.

Javier Yanes
Periodista, escritor, biólogo y doctor en Bioquímica y Biología Molecular

Soy periodista, biólogo y doctor en Bioquímica y Biología Molecular. Antes de dedicarme al periodismo, en los años 90 trabajé en investigación en el Centro Nacional de Biotecnología y publiqué 19 estudios científicos y revisiones. Como periodista de ciencia, fui jefe de sección de Ciencias del diario Público, y entre mis colaboraciones figuran medios como El País/Materia, El Huffington Post, ABC, Efe o BBVA OpenMind, entre otros. En mis ratos libres también intento viajar y escribir sobre viajes. He publicado tres novelas: 'El señor de las llanuras' (Plaza & Janés, 2009), 'Si nunca llego a despertar' (Plaza & Janés, 2011) y 'Tulipanes de Marte' (Plaza & Janés, 2014).

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