Esto de que Irene Montero saliera por la puerta de atrás de despachos oficiales era previsible, pero que la hayan desalojado los suyos en una edición moderna de los idus de marzo, con ella en el papel de Julio César, sí que no lo vimos venir.

Quien la ha vetado para las listas al Congreso por Sumar no es el pérfido enemigo con cuernos que abandera olas reaccionarias porque no soporta los avances que han convertido España en un paraíso del feminismo cuya puerta de entrada custodian las poderosas mujeres de Podemos.

Quien la ha vetado es Yolanda Díaz. Y con ella, unos cuantos dirigentes de izquierda convencidos de que la política adanista y altanera de Montero y su equipo es tóxica para los intereses de quienes sueñan con la reedición del gobierno de coalición.

La política no admite prisioneros. Y Montero, que ha vivido muy rápido estos años, lo está comprobando en carne propia. Su despotismo ilustrado la ha encerrado con sus irreductibles en un Fuerte Apache ideológico que resta antes que Sumar. Y quienes tendrían que apoyarla, lejos de hacerlo, la han mandado al rincón de pensar. Y, de momento, sin billete de vuelta.

Haría bien Montero en no caer en el conspiracionismo de salón. La ministra ha caído víctima de los suyos, pero también de sí misma, de una manera de hacer política que abre heridas ya cerradas y que condena a la hoguera a quienes no piensan como ella y los suyos. Ha caído víctima de sus ensoñaciones, de su pasión compartida por las purgas y de una soberbia que no admite errores. Y ha caído a causa de su ceguera política: por mucho que te pienses que has venido a cambiar España, no se puede transformar este país sin contar con la mayoría de los españoles.