Las noches de junio huelen a pólvora y madera quemada, son tan efímeras que sus verbenas suelen prolongarse hasta el amanecer, tan familiares y festivas que a los niños se les concede el derecho a trasnochar, tan musicales y pachangueras que hasta los tímidos y desgarbados osamos mover el esqueleto.
Pero las noches del solsticio de verano también son pródigas en ruido, petardeo e incidentes desagradables. No pretendo con estas líneas aguar la fiesta a nadie, tampoco exhortar a mis conciudadanos a vivir en reclusión. Todo lo contrario: salgan a la calle, disfruten, bailen y rían. Eso sí, tan solo les sugiero una actitud cívica y respetuosa para con sus vecinos.
Pese a la normativa, que regula el uso de material pirotécnico en la vía pública, algunos desaprensivos se las ingenian para multiplicar los efectos destructivos y sonoros de sus petardos. Les trae sin cuidado el perjuicio que ejercen esas detonaciones sobre la salud de las personas con problemas auditivos, el temor de los niños asustadizos y el de las mascotas.
Como contrapartida, bienvenida sea a Barcelona la caseta en la que solo se venderán productos pirotécnicos de media y baja sonoridad. El diccionario de la lengua española recoge varias acepciones para la palabra petardo.
Una de ellas hace referencia a un tubo cargado de pólvora susceptible de explotar si se prende una mecha; otra, coloquial y despectiva, para describir a personas pesadas, aburridas o fastidiosas. Disfruten ustedes de la fiesta pero ¡Cuidado con los petardos!
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