Hay imágenes que sacan el movilfóbico que llevamos dentro, pues animan a sentenciar al smarthphone incluso antes de pensar en sus posibilidades. Lo demuestra la foto de un grupo de alumnos concentrados en su teléfono en plena visita al Rijksmuseum de Ámsterdam. La estampa se resucita cada poco tiempo en el trajín de la viralidad de las redes sociales, aunque fue tomada allá por 2014. Entonces, fue colgada por su autor en Twitter para la catarsis colectiva: ¡cómo osan estos críos en dar la espalda a Rembrandt para mirar el móvil!

La imagen tenía los ingredientes para indignar.  Pero la realidad no siempre es lo que parece. Los chavales disfrutaron con su propia vista de La ronda de noche, de Rembrandt, pero el guía les animó, además, a utilizar la aplicación del museo para aprender más detalles del pintor y su cuadro. La tecnología, bien usada, es una maravillosa herramienta para incluso descubrir rincones a los que no llegan tus ojos.

Bienvenidos al siglo XXI. La reacción general delata cómo una llamativa imagen puede bloquearnos la conciencia crítica que es capaz de pararse un segundo a pensar qué historia hay detrás para que produzca tal situación. Mejor acudir corriendo al miedo al cambio, al drama contra los adelantos tecnológicos. La realidad sensata no suele ser tan viral.

Sucede parecido cuando se intenta desacreditar a los políticos porque están usando el móvil, mientras trabajan en las sesiones del Congreso de los Diputados. Todavía cuesta comprender que un smarthphone es un instrumento profesional en tu mano, con el que no sólo puedes conectarte con otras personas, también donde puedes encontrar información, apuntar ideas e incluso tomar el pulso social. Imprescindible en tantos ámbitos profesionales o académicos.

La mentira de la sociedad crítica

Muchos continúan viendo el smarthphone con una maquinita para matar marcianitos de hace cuatro décadas. Sin embargo, un smarthphone ya es parte decisiva de nuestra realidad. La virtualidad no es nada menor, la hacemos las propias personas y, manejada sin ansia, es compatible con prestar atención a tu alrededor y complementar un dato a golpe de redes. Incluso hacer una foto, un selfie o una story, para invertir en recuerdos.

Porque, como siempre, todo depende de cómo lo utilicemos nosotros mismos: se puede disfrutar de la tecnología de manera más sostenible o más incontrolable. No es lo mismo dar alas a tu curiosidad para entender mejor Rembrandt que tienes delante que, por ejemplo, grabar un concierto completo de Adele con tu pulso tambaleante. Lo primero te enriquece, lo segundo hace perderse los matices del espectáculo y simplemente representa el acelerón de necesidad de demostrar al mundo que estás allí. Porque, a menudo, en las redes no sabemos ya diferenciar muy bien qué hacemos porque queremos hacerlo y qué hacemos para que se vea que lo hemos hecho. Pero eso ya es otra historia. 

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