Iván Ayala Economista y miembro del equipo económico de Sumar
OPINIÓN

Política económica y 23J: Don't look up

  • "Las ayudas, subvenciones y demás medidas redistributivas han desplegado una red de sustitución de rentas que ha permitido mantener las condiciones de vida de una gran parte de la población".
La presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde.
La presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde.
RONALD WITTEK / EFE
La presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde.

Los bancos centrales y su enfoque monetarista están poniendo en una encrucijada a las economías. La inflación, al menos en términos energéticos, ha sido controlada por el momento. Sin embargo y como apuntan todos los datos, la política monetaria no ha sido la gran protagonista en la reducción de la inflación. El mérito ha de atribuirse en gran medida a la acción de la regulaciones gubernamentales sobre precios y a la política fiscal. Aquí una pieza muy interesante de Jorge Uxó y Eladio Febrero desarrolla argumentos para defender la superioridad de la política fiscal frente a la monetaria para reducir inflación sin perjudicar el crecimiento.

El endurecimiento de la política monetaria ha incrementado los tipos de interés a una velocidad no conocida hasta ahora, lo que ha inducido a la eurozona y a EEUU a una recesión moderada. Pero reducir la inflación al 2% implica necesariamente inducir una recesión profunda. Nos encontramos en un punto donde esta ilusión óptica de los banqueros centrales que les hace pensar que han contenido la inflación con sus subidas de tipos nos acerca a una situación peligrosa. Algunos han dicho que estamos en la época de la precisión, un periodo definido por dos opciones peligrosas en un equilibrio imposible. Los BC tienen que elegir entre ajustar los tipos de forma precisa para controlar inflación y sin causar una recesión, o soportar tasas de inflación superiores a sus objetivos y perder credibilidad.

Pero, y esto es lo importante, dado que la política monetaria no ha sido capaz de afectar una inflación asociada a los precios energéticos, ahora se está pidiendo que se una la política fiscal. En otras palabras, que al endurecimiento de la política monetaria se le añada el endurecimiento de la política fiscal, es decir, es un llamamiento a la austeridad. Esto se debe a que las subidas de tipos tan rápidas han puesto los balances bancarios en peligro y, de seguir subiendo, podría afectar a la estabilidad financiera mundial.

Según, entre otros, el Banco Internacional de Pagos (BIS), las ayudas desplegadas durante la pandemia siguen, en su mayor medida, estando activas. Este masivo despliegue de la política fiscal, siempre según el BIS, está generando presiones inflacionistas y, con ello, reduciendo la efectividad de la política monetaria. Siguiendo este razonamiento, la política fiscal debería ser restrictiva con el fin de conseguir reducir la inflación por debajo del 2%. Así los bancos centrales podrían relajar sus subidas de tipos mientras que la política fiscal hace el trabajo de reducir la demanda agregada e incrementar el desempleo. Otra vez el TINA, otra vez la implacabilidad de la lógica económica frente a las necesidades de la población.

Pero… a nadie se le ocurre preguntar por qué el 2% y no el 1%, o el 1,5% o el 2,5%... O el 3%. ¿Cuál es el origen de esa oscura cifra que tantas implicaciones tiene sobre la vida de las personas? En realidad es un argumento político conservador disfrazado de necesidad económica, como decía Adam Tooze.

Pero, si nos fijamos bien, la política fiscal desplegada ha tenido tres importantes efectos. El primero y más importante es que ha cumplido su función de estabilización. Recordemos que uno de los objetivos de política económica es precisamente evitar grandes fluctuaciones cíclicas es decir, que ni el PIB ni el empleo sufran grandes caídas. Esto permite no destruir actividad productiva y, por tanto, permite conservar la capacidad de crecimiento. Precisamente por eso estamos con unas tasas de crecimiento tan elevadas a pesar de haber sufrido el shock económico a nivel internacional más fuerte de los últimas décadas.

En segundo lugar, la política fiscal ha permitido anclar las expectativas. El impacto de la Covid-19 ha sido muy importante en términos sociales y económicos. Las ayudas, subvenciones y demás medidas redistributivas han desplegado una red de sustitución de rentas que ha permitido mantener las condiciones de vida de una gran parte de la población, algo que, sin estas políticas, hubiera sido imposible asegurar. Esto ha permitido contener las demandas salariales y, con ellas, la temida presión inflacionista. Estas políticas han sido precisamente las que han generado un contrato social dónde, a cambio de este masivo nivel de gasto público, los sindicatos contienen sus demandas salariales.

En tercer lugar, la política fiscal ha permitido construir capacidad de crecimiento futura. Recordemos que, a pesar de un continuo sin cesar de acontecimientos, no parece que estemos mirando a los ojos a la catástrofe climática a la que nos enfrentamos. La última ola mortal de calor en Europa, la del 2003, dejó 70.000 muertes, y parece que, según este estudio publicado en Nature, las muertes por exceso de calor fueron alrededor de 61.000 en 2022. Europa no está preparada porque las décadas de austeridad que siguieron a la crisis del 2008 asestaron un golpe mortal a la inversión pública.

La respuesta a la Covid-19, sin embargo, ha supuesto un impulso a la inversión pública en UE por dos motivos. Por un lado, en la UE ha sido la primera vez que se genera una capacidad de gasto centralizada contracíclica, los fondos Next Generation. Por otro, la política monetaria del BCE ha habilitado la política fiscal de los países miembros mediante la compra de deuda pública asociada al impulso fiscal anticíclico que los países miembros han implementado. Sin esa política monetaria, no habría habido impulso fiscal. Pero todo eso está ahora en cuestión.

Y así, estamos en un momento donde hay diferentes visiones de cómo la política económica debe funcionar. Los conservadores quieren, otra vez, inducir al coma nuestras sociedades mediante un nuevo austericidio que reduzca la demanda agregada lo suficiente para tener alguna influencia en la inflación. La encrucijada va a poner a prueba a los gobiernos y, sin duda, los conservadores aplicarán la austeridad fiscal con el mismo ahínco que lo hicieron en la anterior crisis. No porque se deba, sino porque es su corpus ideológico, la eliminación de la acción del sector público, y la puesta a disposición del mercado de parcelas antes protegidas.

La última ola de austeridad en Europa no vino exclusivamente desde las introducciones europeas. Sin la connivencia de los gobiernos nacionales como el de Zapatero que modificó el artículo 135 de la Constitución con agosticidad y alevosía, o el de Rajoy que aprobaría normas tan fundamentales para el austericidio como la Ley de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera o la famosa tasa de reposición mediante la cuál perdemos recursos públicos, los programas de recortes no habrían sido posible.

Los últimos desarrollos han puesto en tela de juicio el papel de los bancos centrales para estabilizar el output y han devuelto el protagonismo a la política fiscal y regulatoria. De hecho, es la única forma de enfrentar los nuevos desafíos. Primero, porque las subidas de tipos afectan de forma desproporcionada a las rentas bajas, como muestra el Informe sobre la Situación de las Familias y las Empresas del primer semestre de 2023 del Banco de España, por lo que los recortes o subidas de impuestos deben compensarse con mayores transferencias hacia las rentas bajas. Segundo, porque los desafíos medioambientales sólo pueden enfrentarse con una movilización masiva de recursos que solo puede realizar el sector público. Y tercero, porque el desarrollo tecnológico va a requerir de una transformación social que necesita un nuevo mundo regulatorio.

Por todo ello las condiciones con las que cada país se enfrenta a lo que se nos viene encima dependen de forma crucial de los gobiernos y de su política fiscal. Estamos acostumbrados a que se nos presenten los procesos electorales como una elección crucial que determinará el resto de nuestras vidas. Normalmente no es verdad. En esta ocasión sí lo es. Si la historia se repite, primero como farsa y luego como tragedia, esta vez puede ocurrir lo contrario. La peli de Don't look up fue la farsa. Ahora puede venir la tragedia.

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