Si la pandemia puso en evidencia la importancia de la labor del personal sanitario, estas elecciones han puesto de manifiesto la de los funcionarios y funcionarias de Correos, a pesar de las críticas y la desconfianza que se han deslizado por parte de algunos. Gracias a ellos y ellas, la llamada "fiesta de la democracia", uno de los eufemismos más horteras que existen, ha sido posible.
Un gremio que me dio la felicidad durante muchos años, cuando en mi adolescencia y juventud nos escribíamos cartas. De esas en las que nos contábamos el verano interminable y nuestro primer beso, cuando el futuro más lejano que conocíamos era la semana siguiente. Cartas de colores impregnadas de olores, con caligrafías barrocas y sentimientos más neoclásicos. De esas que esperabas durante semanas porque la ilusión de la espera alimentaba casi más que su contenido.
Unos tiempos remotos e ininteligibles en la inmediatez y la premura actuales, en los que acortamos letras para escribir un wasap y los mensajes caducan antes que las promesas políticas. Una época de incontinencia tecnológica y verborrea virtual, donde las únicas cartas que recibimos son las que no deseamos, las de los bancos o la citación para estar en la mesa electoral.
Cain, el autor de la novela El cartero siempre llama dos veces, explicó que el título se debía a que las editoriales le rechazaron muchas veces, y cada día que el cartero traía una carta de rechazo, llamaba dos veces. Hoy, los carteros también tienen la obligación de notificar dos veces el aviso. Quizá es la única coincidencia con el pasado, bueno, eso y que hemos vuelto a enviar cartas con nuestros anhelos este verano, solo ustedes saben si se han cumplido.
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