Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

Mendigos de agosto

POBREZA, MENDIGO, POBRE
Un hombre pidiendo en la calle.
EUROPA PRESS - Archivo
POBREZA, MENDIGO, POBRE

Imagino que mendigo, en el lenguaje woke, es una palabra indigna. Pero hay mendigos en todas las ciudades de España. Crónicos o eventuales, nacionales o extranjeros, se reconocen en sus cartones colchoneros, en su manta revenida a treinta grados, en su soledad reverberada por la luz de un semáforo, en su tetrabrik de uso múltiple, sustraído de un cubo de basura del supermercado, en su ronquido aguado de vino tinto.

No son los mendigos de Mingote que leían las cotizaciones de la Bolsa debajo del puente, sino los mendigos que coleccionan bolsas despositadas en carritos de la compra abandonados. Tampoco son los mendigos de Velázquez, pintor de meninas y mendicantes, con esos perros menesterosos sentados con nobleza canina a la falda de sus dueños. Porque los perros velazqueños son más fieles que los perros goyescos de las duquesas antepasadas de alguna invitada de la boda de Tamara Falcó.

No son Jesucristo, que fue limosnero, ni los ocupantes del Templo, que hicieron del comercio ilegal en la Biblia su forma de vida mendicante. Los nuevos mendigos se instalan en las cercanías de los grandes almacenes, antes de que la seguridad privada los desaloje. Cristo lo tenía que hacer con sus propias manos, en aquella época en la que no había lonas publicitarias de la peor política en las fachadas ni vigilantes apelmazados dispuestos al desahucio. Los nuevos mendigos de la España de la Corte de los Milagros sueñan cada día su muerte, en esa mortaja de cartón que nadie observa.

Nos observan discretamente. Y observan que hay otra vida de cajeros automáticos

“El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”. decía Friederich Hölderin. Hoy son invisibles. Durante el día, ellos son los que nos observan discretamente. Y observan que hay otra vida de cajeros automáticos donde la muerte les espera, de cretinos que mendigan fotografías de famosos a escasos metros de ellos, y de transeúntes disfrazados de vidas que no les pertenecen.

En plena calle de Alcalá de Madrid, a escasos metros del Ayuntamiento, dormita casi todos los días un mendigo, con su casa a cuestas, su barba luenga, su silencio ennegrecido. Cada día sorprende con sus greñas tintadas, del morado al amarillo, como si reprodujese la iluminación festiva y protocolaria de la fuente de Cibeles. Y está allí, tan visible como el Palacio de Linares o el Banco de España. No pide ni coleguea, ni exhibe su cuerpo en señal de duelo amortajado como se hacía en los tiempos de Quevedo. Simplemente está allí. Madrileños y turistas entran de buena mañana en las cafeterías que están junto al banco en el que yace. Lo esquivan. No existe. Pero nos ve, aunque, como él, también seamos invisibles y no lo sepamos.

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