Carmelo Marcén Maestro y geógrafo
OPINIÓN

Ecocuento. Las andanzas de una golondrina enamorada de un junco y de O. Wilde

Golondrinas
Golondrinas
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Golondrinas
Dejé también mi patria idolatrada
esa mansión que me vio nacer
mi vida es hoy errante y angustiada
y ya no puedo a mi mansión volver.
(Narciso Serradell Sevilla la escribió.
Podrían cantarla Los Panchos y otros muchos)

No sabría decir el lugar exacto ni el número del junco que me atraía especialmente. Me servía para posarme y alcanzar la lejanía de lo que cerca ya tenía. Los juncos bailan a nada que el viento se alíe con ellos, o que una fuerza los golpee. La verdad es que poco importa. Ha habido muchos juncos en mi vida. Pero ninguno como este. Mis progenitoras me contaron que esa palabra con la que se designa este singular ser viene de juncus, en latín. Significa, más o menos, unir para entrelazar. Bien lo sé yo que he visto a lo largo de mis viajes a gente trenzando con juncos objetos diversos. Pero también lleva el apellido acutus, de punta afilada. Había que tener buen cuidado al posarnos en ellos. En los juncales atraen las diminutas flores pardas o rosáceas. Después se convierten en unas capsulitas mágicas que se abren y liberan un polvo lleno de diminutos granos. Estos juncos eran enormes, nunca los había visto tan grandes. Introduzca un título aquí

Pero lo más asombroso es que aunque un juncal se seque o lo corten los humanos, al poco tiempo surgen otros. Es la magia subterránea del junco. Habiendo agua nadie puede con ellos. Pero a la vez sujetan la tierra. Después de una tempestad siempre quedan los juncos, flexibles como mis plumas. Lo cierto es que los juncales mediterráneos son hermosos en la desembocadura del Nilo y en sus orillas; hay muchos pero no solo allí. Los he visto en mis viajes migratorios por África cuando era joven y seguía caravanas de gente andando, negros en su mayoría, que pretendían cruzar el desierto. He de decir que también allí, en sitios muy concretos había juncos. Tengo una pena en el corazón que no sé como reparar. Son muchos más los que van de sur a norte que al contrario. También he visto negros como mi dorso en los países del norte. ¿Qué hacen allí que no vuelven a su casa? ¡Serán más felices allá donde viven ahora que no quieren volver! Crían allí, como nosotras, pero no vuelven a la tierra que los vio nacer. Además saben soportan los fríos durante muchos meses. Algo que nosotras somos incapaces de hacer.

Decía que los juncales del Nilo son cortados de vez en cuando por unos hombres con cuchillas grandes tipo guadaña. Se los llevan en fardos a lomos de los animales. Después en carros tirados por acémilas o por bueyes. Un día, al regreso vespertino de mis vuelos para capturas insectos y así alimentarme, me sorprendí. Observé que había desaparecido el junco del cual estuve enamorada. El motivo de mi retraso otoñal en volver a mi país de origen. No me dio pena. Lo cual me dio más pena. Comprobé que realmente no estaba enamorada y le había hecho creer lo contrario. Nunca supe qué vida llevó, pero me temí lo peor. Triste y con deseos de partir de allí me instalé provisionalmente en otro junco. Al día siguiente en otro y así pensaba estar hasta que tuviese suficiente valor para volver a mi tierra sola; mis compañeras hacía tiempo que habían partido.

Un día, sin saber por qué, se me ocurrió seguir a los cortadores de juncos. Todos llegaban con sus cargas al mismo lugar, un sitio grande con casas grandes. Había nidos abandonados de golondrinas, en los que me instalé provisionalmente. Los primeros días no me atrevía a entrar de día pero una tarde lo hice. En un lado de la enorme casa amontonados los juncos, cerca de una puerta alta. Al otro lado, una especie de hojas grandes, claras, todas casi iguales, muchas de ellas puestas en fardos. Eso era lo que yo veía salir. Se me hizo corta la noche y me dormí. Al despertar me asombré de ver a personas, unas con la cabeza tapada y otras no, negros y blancos, que marcaban de colores las hojas grandes. Me sedujo pero me fui de allí sin saber realmente lo que hacían. Sentía olor y calor y no había dentro ningún mosquito.

Volví a mi antiguo juncal, decidida a partir. Decidí dormir mi última noche, clara y llena de estrellas encima de una piedra. En eso estaba cuando me pareció que llovía una sola gota que me impactó. Después una segunda y una tercera. Estaba cerca de una estatua de donde era el único lugar de donde podrían caer. Acerté con mis trinos a preguntarle su nombre. La luz de cada día cada vez duraba menos.

Un día me marché de mi cuento. Comprobé que casi todo tiene su fin, pero en mí quedó el infinito placer de la aventura compartida entre un junco, una golondrina y una estatua, y no de las más bellas. Seguro que cuando llegue a mi tierra seré otra. No creo que vuelva nunca a esas orillas del Nilo. Eso sí, buscaré unos juncales cerca de una casa, por si encuentro pareja y hayamos de hacer un nido.

Aquella golondrina perdida en su viaje vagó por la vida hasta encontrar al príncipe triste, que resultó ser feliz. Como antes lo había sido porque vivía en el País de la Despreocupación. Al final, el pequeño pájaro se dedicó a ayudar a los demás, aunque para ello se tuviera que hacer residente y acostumbrarse a los gélidos inviernos. Murió en la contradicción: ligada por amor a la estatua del príncipe y poco considerada por quienes en aquel país gobernaban. Eso sí, al menos tuvo imitadores. 

Imagen de unos juncos
¿Quién sabe si en estos juncales del Duero en Tardajos (Soria) no se posó la golondrina errante 
  (Foto: Lucía Mejino)

Todo esto es inventado, o una mezcla mal hecha de muchos cuentos. La aventura básica me la presentó una alumna en un trabajo de fin de curso. Demasiado literario para ser de biología. Pensé en un primer momento. Debían hacer algo sobre la relación dentro de unos ecosistemas determinados. Ni siquiera había mencionado que los juncos debían ser Cyperus papyrus y no el junco churrero (Scirpus holoschoenus), acaso el Scirpus palustris y Juncus inflexus, entre otros. Su trabajo era hetereogéneo. En portada una reproducción del cuadro la Anunciación, de Fra Angélico. No pregunté por qué. Pero en su larga exposición me presentó a Óscar Wilde. Razonó por qué: si la golondrina no hubiese estado enamorada realmente de un junco entre muchos, que en su reencarnación son papiros, Oscar Wilde no podría haber escrito su Príncipe Feliz –de quien también se enamoró la golondrina-).

Después de mi atenta escucha se marchó. Me dejó soñando despierto en lo último que había dicho. Unos días más tarde la volví a llamar para darle las gracias por desviarme del cerrado camino de la lectura simple de los seres vivos. No sé la nota que le puse, debía ser de dos dígitos pues me dejó impresionado.

Con el tiempo me enteré, pasados años de mi jubilación como profesor de ciencias, de que había llegado a ser una gran divulgadora de la biología ecosocial. Esa apuesta vital que relaciona los juncos con los papiros en donde se empezó a escribir. Esa que es capaz de presentar amores casi imposibles. Esa que encuentra la felicidad en las cosas mínimas pero grandiosas a la vez. Ahora estaba de profesora en la Universidad Autónoma de Madrid, ¿o era de Barcelona? Sirva este cuentecillo como homenaje a ella. Me gustaría volver a encontrarla para ver si recuerda la historia del junco. Y decirle que vi el motivo del cuadro de Fra Angélico: una golondrina sancionaba con su presencia en las alturas La Anunciación. ¿Sería Dios? También que en la tapa final me hubiese reproducido Hirondelle de Joan Miró. El cuadro paisaje que parecía una lectura cósmica de todo su trabajo.

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