Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

¿Cuál es su voto?

Finalmente quien se hizo con el Oscar a mejor actor no fue otro que quien ostenta el récord de ser el único intérprete masculino con tres Oscar a mejor actor (si bien Jack Nicholson o Walter Brennan poseen tres estatuillas aunque también como actores de reparto). Solo una leyenda así podía dar vida a otra como Abraham Lincoln.
El actor Daniel Day-Lewis en un fotograma de la película 'Lincoln'.
DreamWorks Pictures
Finalmente quien se hizo con el Oscar a mejor actor no fue otro que quien ostenta el récord de ser el único intérprete masculino con tres Oscar a mejor actor (si bien Jack Nicholson o Walter Brennan poseen tres estatuillas aunque también como actores de reparto). Solo una leyenda así podía dar vida a otra como Abraham Lincoln.

La escena central de la impresionante película Lincoln, de Steven Spielberg, es la de la votación final de la decimotercera enmienda a la Constitución de EEUU, que erradicaba la esclavitud. Era un momento histórico que cambiaría el futuro de Occidente, aunque en la Cámara de Representantes, aquella mañana, no todo el mundo lo supiera.

El Partido Republicano (el de Lincoln), que apoyaba la enmienda, tenía mayoría absoluta en la Cámara, pero para lograr los dos tercios necesarios le faltaban veinte votos. Había que lograrlos entre los demócratas, que se oponían no porque estuviesen a favor de la esclavitud (eso daba un poco igual), sino para jorobar al partido del gobierno. Exactamente igual que hoy.

Los republicanos recurrieron absolutamente a todo. Súplicas. Chantajes mal disimulados. Presiones personales del presidente. Ofrecimiento de empleos del Estado, a cambio de su voto, a los delegados demócratas que estaban a punto de quedarse sin trabajo porque cambiaba la legislatura. Es decir: corrupción, tamayazos, incitación al transfuguismo. También igual que hoy. Pero cuando llegó el momento de votar, nadie sabía lo que iba a ocurrir.

La votación era nominal. El secretario de la Cámara, Edward McPherson, decía el nombre de cada representante y este votaba. Cuando llamó al delegado de Ohio Edwin F. LeClerk, demócrata, este soltó un sonoro "no". Un segundo después cambió de opinión, se puso en pie y gritó: "¡Al cuerno! ¡Mátenme a mí también! ¡Yo voto sí!". Bramidos en la Cámara, unos a favor y otros en contra. Tantos bramidos que el secretario, impaciente, le preguntó: "Señor LeClerk, finalmente, ¿cuál es su voto?". Y el hombre volvió a ponerse en pie y dijo, pálido: "Pues yo… Es decir, ¡abstención, abstención!".

La histórica enmienda fue aprobada solo por dos votos. Esos dos votos acabaron con la esclavitud y cambiaron para siempre el rumbo de la nación.

Eso, hoy, es inimaginable en España, porque los diputados en realidad no tienen libertad de voto, aunque sobre el papel sí la tengan. Quienes deciden lo que se vota son los partidos, no los representantes elegidos por los ciudadanos. A quien rompe la "disciplina de voto" lo fumigan. Y quien se equivoca, como ha pasado varias veces, queda en el más completo de los ridículos.

Hay que ser muy, pero que muy torpe para equivocarse en una votación nominal. Muy torpe. Los líderes de los grupos parlamentarios tienen un código de signos digitales (es decir, que se hacen con los dedos) para indicar a su hueste el sentido del sufragio en las elecciones "con botón", esto es, electrónicas, y a veces hay errores cuando tu grupo es grande. Pero cuando tu grupo parlamentario es de siete personas, y encima la votación es nominal, y el señor Pujol se pone en pie y dice que sí cuando tiene que decir que no, pues lo que hay que hacer no es enredarse en largas disquisiciones legales sobre el voto erróneo, el voto nulo, el voto corregido y el voto perifrástico.

Lo que hay que hacer es pedirle a este hombre que deje el escaño y se dedique a cualquier otra cosa en la que no haya que hacer el tremendo esfuerzo mental de distinguir entre sí y no. Dibujar repetidas veces la letra O con la ayuda de un canuto, por ejemplo. Y, si acaso le hubiese tomado afecto al asiento parlamentario, conminarle a que no vuelva a sentarse allí sin haber visto antes un centenar de capítulos de Barrio Sésamo, donde le enseñarán sin esfuerzo la diferencia entre cerca y lejos, grande y pequeño, sí y no.

Vaya nivel el de sus señorías, ¿eh? Era mil veces preferible el dubitativo Edwin F. LeClerk. Cuya abstención, por cierto (al final se abstuvo el pobrecito), fue decisiva para la abolición de la esclavitud. Menos mal.

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