Mentir está mal, ¿quién puede dudarlo? Nos lo advertían nuestros padres y los curas cuando éramos pequeños y lo penalizan los jueces cuando tratamos de ocultarlo ante la Justicia. Los periodistas tenemos bien claro en nuestro manual de ética que la verdad es sagrada. Y el que se olvida acaba desprestigiado y rechazado por los lectores, oyentes o espectadores. ¡Dios me libre!

Claro que entre las mentiras hay niveles, sobre todo en función de quien las comete. No es lo mismo que mienta un borrachín de taberna harto de vino que un monseñor subido al púlpito en su sermón. Hay mentiras que desencadenan problemas familiares graves y mentiras digamos que veniales, cuando son un recurso para hacer reír de los humoristas.

Hay mentirosos de ocasión y circunstancia y mentirosos compulsivos. A estos enseguida se deja de creerlos, pierden lo que se describe como la credibilidad. Y es fatal primero para su imagen, que es primordial en la vida, y después para la actividad que desarrollen. ¿Quién va a comprar a una tienda donde se descubre que los artículos que ofrece son falsificados?

Lo peor de la mentira, el summum de la vergüenza que genera, además de otros males que pueda ocasionar a los engañados, es cuando se afirma una cosa y luego el autor irresponsable hace la contraria. Parece imposible que eso ocurra cuando se trata alguien normal, pero suele ocurrir. Incluso tratándose de personas que intentan convencer a la opinión pública incurren en la trampa de la mentira.

Hay gremios donde el recurso a la mentira es más frecuente. Actualmente los principales infractores suelen ser los políticos, aunque no los únicos. Los políticos buscan votos con mentiras olvidando que luego tendrán que avergonzarse desde el poder que este recurso les ha proporcionado. Es triste comerciar con el engaño y más a una sociedad entera.