Estas fechas tan literarias (por el fallo del siempre colorido Premio Planeta, por el Día de las Escritoras y la Semana Internacional de la Novela, instituida por la UNESCO desde 2021) mueven a pensar si este género amado, leído y resistente pese a su constante crisis mantiene su función de espejo más o menos deformado, a lo largo del camino, como lo definía Stendhal, o es una burbuja que se ha elevado sobre la realidad y que basa su éxito en la evasión y la fabulación. Los últimos años han favorecido una mirada interesante e intensa sobre afectos y duelos: la pérdida del padre, de la madre, la ausencia de un hijo, la sanación de fracturas sociales han vertebrado las tramas centrales de muchas novelas de calidad y éxito. Quizás esa visión subjetiva, la influencia francesa de la autoficción y la pérdida de pudor al narrar la propia historia sean algunos de los cambios más duraderos que muestra ahora la narrativa, junto con la incorporación de voces silenciadas y de perspectivas varias.

Percibo, en cambio, vacíos llamativos: no abundan las representaciones de la discapacidad en la ficción. Hay más que hace años, sobre todo en infantil: aparecen testimonios personales y ensayos sobre todo de quien cuida y menos de quien es cuidado, pero muchos de ellos son fruto de autores autopublicados y con poca repercusión fuera de su círculo. Los clásicos De ratones y hombres y El curioso incidente del perro a medianoche se suman a las premiadas Lectura fácil (C. Morales) y Una palabra tuya (E. Lindo). Los jóvenes disfrutarán con 3 noches en Oslo (P. Gallego), y la bella El árbol de las cerezas (P. Peretti) se adentra en la oscuridad de la ceguera. Cito novelas de autoras, algo que quizás no sea casual. La enfermedad mental, capacidades diversas y neurodivergencias reciben ahora más atención que nunca, generan novelas diferentes; no solo espejos, sino, más de una vez, faros.