Francisco Gan Pampols Teniente general retirado
OPINIÓN

El día después

Una madre y su hijo esperan en el suelo para ser atendidos en el hospital de al-Shifa.
Una madre y su hijo esperan en el suelo para ser atendidos en el hospital de al-Shifa.
LAPRESSE
Una madre y su hijo esperan en el suelo para ser atendidos en el hospital de al-Shifa.

Es sabido que todo conflicto comienza con una decisión política y finaliza del mismo modo, con otra decisión que pone sobre una mesa de negociación unas condiciones que, de grado o por fuerza, uno de los contendientes o ambos deben de aceptar. La decisión política para el inicio, independientemente de lo que pueda parecer a quien no la adopta, es racional en sí, es decir se piensa que conduce a la consecución de unos objetivos y un estado final deseado.

Con la mirada puesta en el conflicto que enfrenta a Israel y al movimiento terrorista Hamás, conviene hacer un ejercicio de reflexión para intentar dilucidar la finalidad última de las acciones que se han emprendido por ambos contendientes y de las que parece que se emprenderán. Igualmente, también considerar el entorno geopolítico de este conflicto, que desborda ampliamente la dimensión física de Israel e impacta desde la península del Sinaí hasta Iraq en primera instancia, y que se extiende en sucesivas oleadas por prácticamente todo el mundo.

Hamás inició el 7 de octubre un ataque por sorpresa, deliberadamente cruel y repulsivo con el que materializó un objetivo político de al menos tres dimensiones: interna, sobre el liderazgo de la causa palestina barriendo a la Autoridad Nacional Palestina (ANP); externa, para recuperar el foco de atención internacional sobre el conflicto palestino-israelí y, por último, una de largo alcance, que desbordaba sus intereses inmediatos pero que contribuye al fracaso de la extensión a Arabia Saudí de los llamados “Pactos de Abraham” al imposibilitar un acuerdo con Israel después de la segura reacción de éste ante el ataque; el beneficiario de este último resultado es fundamentalmente Irán.

El entorno geopolítico de este conflicto desborda ampliamente la dimensión física de Israel

Es evidente que Hamás ha iniciado esta guerra a sabiendas de que no se va a ganar o perder en el campo de batalla, que no será el resultado de destrucción y muerte en la franja de Gaza, en el norte de Israel, en Cisjordania o en los Altos del Golán lo que va a decidir vencedor y vencido. En todos esos escenarios el resultado evidente será, creo, favorable a Israel, habida cuenta de la superioridad en el enfrentamiento que acredita, sin que ello signifique que no vaya a pagar un precio muy alto por ello.

Hamás ha provocado esta guerra para ganarla en la mente de los palestinos, en las capitales de los países de Oriente Medio, el norte de África y, en general, de las poblaciones de religión musulmana de cualquier parte, que perciben la justicia de la causa palestina desde un prisma muy concreto con la religión como sustrato profundo. A los anteriores colectivos se une en la protesta contra Israel una miríada de movimientos autodenominados progresistas que, con un evidente sesgo de confirmación, condenan en unos lo mismo que deliberadamente ignoran de otros.

Israel, por su parte, ha declarado sus objetivos y el estado final deseado de esta guerra que está librando: destruir a Hamás como organización eliminando físicamente al mayor número de sus componentes, reconfigurando la Franja de Gaza para que no vuelva a constituir una amenaza para Israel, sin tener intención de ocuparla de forma indefinida; cabría entender que facilitando la creación de un gobierno y una administración palestina para la zona que en ningún caso pudiera reproducir Hamás o movimiento similar. El entorno geopolítico de este conflicto desborda ampliamente la dimensión física de Israel

Israel es consciente de la debilidad internacional de su postura, tanto cuantitativa como cualitativamente hablando. En el mundo puede haber del orden de 13 millones de judíos —de los que el 40% vive en Israel— y unos 1.500 millones de musulmanes. Además, el número de estados que apoyan a Israel sin matices es muy pequeño en comparación con el de indiferentes o directamente opuestos a sus postulados e intereses.

Hamás ha provocado esta guerra para ganarla en la mente de los palestinos y, en general, de las poblaciones de religión musulmana

Si las posturas son irreconciliables, si la posibilidad de mediación externa se antoja imposible, y si los intereses de terceros países en prolongar el conflicto son elevados, podríamos concluir que no hay esperanza más allá de una conllevancia armada con esporádicos estallidos de gran violencia.

La aplicación indefinida de la ley del Talión deja un mundo de ciegos y desdentados incapaces de convivir y progresar. La rebaja de expectativas de unos y otros —sin entrar en el aspecto de la negación existencial— es la única forma de entrever un futuro que será difícil de construir y que necesitará de una generosidad y altura de miras que hasta ahora no se ha ejercido. No se puede aspirar como hacen Hamás, otras organizaciones terroristas palestinas e Irán, a la destrucción del pueblo judío y a la eliminación de Israel. De la misma forma, no se puede mantener una situación de abandono y cerco del pueblo palestino en el interior de Israel, y de la diáspora palestina en los países vecinos (Jordania, Egipto, Líbano…). Desde 1947, a los dos años de crearse la Organización de las Naciones Unidas, existe un plan de paz con dos estados. Es un inicio, mucho más que nada, y mucho mejor que librar una guerra sin fin. Sin una solución, aunque no sea perfecta, no habrá día después.

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