Javier Yanes Periodista, escritor, biólogo y doctor en Bioquímica y Biología Molecular
OPINIÓN

La ciencia nos ‘descavernicoliza’

Escultura de Albert Einstein.
Escultura de Albert Einstein.
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Escultura de Albert Einstein.

Toda persona con un mínimo de cultura en este país debería haber oído hablar de Severo Ochoa y de Margarita Salas. El primero, famoso científico español ganador de un Nobel. La segunda, la más famosa científica española, que además ejerció como académica de la Lengua. Probablemente más o menos hasta aquí llegaría el conocimiento común exigible sobre los dos personajes, por no pedir más.

Por supuesto, a lo anterior hay algún retoque: a Ochoa le fue concedido el Nobel por el trabajo que desarrolló en EEUU y que de ninguna manera podría haber hecho en España, y por entonces ya tenía la nacionalidad estadounidense, habiendo renunciado a la española. Siempre conviene recordar que el Nobel de Ochoa fue en realidad un premio a un científico estadounidense por su ciencia cien por cien made in USA. Pero hoy no vengo a hablar de esto.

A lo que voy: ¿cuánta gente sabría explicar cuáles fueron los hallazgos de ambos?

Por resumirlo del modo más breve y simple posible, Severo Ochoa descubrió uno de los mecanismos de fabricación del material genético, lo que contribuiría a la definición del código genético, o cómo los genes se traducen a proteínas. En cuanto a la principal contribución de Margarita Salas, fue desvelar ciertos procesos en la regulación genética de un virus bacteriófago (virus que infectan a bacterias), lo cual sirvió para el desarrollo de valiosas herramientas biotecnológicas de amplio uso en investigación.

Los hallazgos de Severo Ochoa y Margarita Salas pueden resumirse en solo dos palabras: ciencia básica

Esto resultará algo vago y abstruso. Explicarlo con mayor detalle lo haría menos vago, pero más abstruso. Y sin embargo, puede ser mucho más fácil que eso. Tanto los hallazgos de Ochoa como los de Salas pueden resumirse solo en dos palabras muy sencillas:

Ciencia básica.

Y ¿qué es la ciencia básica? Hay dos maneras de explicarlo, y las dos son válidas.

Comprender el universo

Primera: la ciencia básica es la que no sirve para nada. La ciencia básica no cura el cáncer, ni nos da internet, ni inventa microondas que enfríen.

Y entonces, ¿para qué la queremos?, preguntará alguien.

La queremos porque los humanos necesitamos comprender. Cómo funciona la naturaleza, la Tierra, los seres vivos, el universo. La ciencia satisface nuestra curiosidad cuando no nos basta un dogma que tenemos que creer por obligación. La ciencia nos sacó de la caverna, nos descavernicolizó. Enciende la luz en las tinieblas de la ignorancia.

No todas las personas sienten esta curiosidad. Hay quienes prefieren los dogmas. De hecho, los dogmas son lo mejor para quien no siente esta curiosidad, porque permiten a muchos abstenerse por completo de saber nada que, en el fondo, no les interesa. Lo cual es perfectamente lícito.

Pero desde que existe la ciencia, esta necesidad de saber es la que ha guiado a los científicos. No la aspiración de crear un mundo mejor. Quienes se guíen por esta máxima pueden encontrar otras muchas ocupaciones en la vida que los acercarán en mayor grado y de forma más precisa a ese objetivo. Personajes como Ochoa y Salas, cuando han reflexionado sobre su carrera científica y sus motivaciones, no han hablado de salvar el mundo, sino que han coincidido en una razón principal: la emoción de descubrir.

Esa emoción es comparable a la impaciencia y la ilusión de la noche de Reyes: llegar por la mañana al laboratorio para examinar el resultado de un experimento. Y, algunas veces, el regalo es la intensa satisfacción de convertirse en el primer ser humano que sabe eso. Salas decía que era algo indescriptible, un “sentimiento profundo e inigualable”. A las personas con esta vocación la ciencia les inspira algo parecido a lo que otros sienten con la pintura, la literatura, la música u otras formas de arte. Es un placer íntimo, una sensación de culminación.

Quizá algún día, en una sociedad más desarrollada, por fin termine comprendiéndose que la ciencia también es cultura.

Claro que el mismo de antes continuará preguntando: y entonces, ¿por qué el dinero público debe financiar el placer personal de los científicos? Bueno… Grandes cantidades de dinero público se destinan a fomentar y sostener las artes, que tampoco sirven para nada; todo arte es completamente inútil, escribía Oscar Wilde. Quizá algún día, en una sociedad más desarrollada, por fin termine comprendiéndose que la ciencia también es cultura. Pero mientras la sociedad, la política, los medios, sigan dominados por personas que presumen de saber mucho sobre Murakami, Van Gogh o Alejandro Magno —aunque no sea así, pero lo contrario queda feo—, y que al mismo tiempo se ufanan públicamente de no saber nada de ciencia, no debemos confiar mucho en ello.

Del laboratorio al mundo real

Pero para quien pregunte tal cosa hay otra respuesta, la segunda explicación sobre qué es la ciencia básica. Y es que, eventualmente, la ciencia básica acaba generando avances que sí curan el cáncer, nos dan internet o inventan microondas que enfríen (esto aún no).

Un ejemplo. Hace décadas, los científicos comenzaron a estudiar la topología del ADN. La topología es la parte de las matemáticas que trata sobre las propiedades de los cuerpos geométricos cuando se deforman. Los investigadores querían entender cómo es posible que en cada una de nuestras células se empaqueten más de dos metros de ADN sin que se formen nudos. Estos estudios llevaron al descubrimiento de las topoisomerasas, enzimas que se encargan de deshacer los nudos en el ADN y resolver sus problemas de topología. Resultó que la alteración de las topoisomerasas podía destruir las células cancerosas. Hoy muchas quimioterapias contra el cáncer se basan en fármacos dirigidos a las topoisomerasas. Y no los tendríamos de no ser porque unos científicos se preguntaron por qué el ADN no hace nudos.

Sería imposible enumerar los avances beneficiosos derivados en su origen de la investigación básica, porque son incontables, desde los rayos X al láser, la resonancia magnética o el GPS, desde la PCR a las terapias génicas actuales o multitud de tratamientos contra enfermedades. El problema es que a priori es imposible saber qué ciencia básica acabará desembocando en aplicaciones útiles para la sociedad.

No sería de extrañar que la próxima revolución en el tratamiento del cáncer proviniera de la ciencia básica de un modo que era imposible anticipar

Con motivo de los días mundiales contra tal enfermedad, por ejemplo el cáncer de mama, como ha sido el caso reciente, se insiste en que debe dedicarse más dinero a la investigación contra el cáncer de mama. Y sin duda esto es cierto, justo, necesario y muy valioso. La investigación específica del cáncer de mama seguirá logrando importantes avances incrementales que aumentarán la supervivencia de las pacientes. Pero no sería de extrañar que la próxima revolución en el tratamiento del cáncer proviniera de otra rama con un origen en la ciencia básica que en principio era imposible anticipar, y que escaparía a un planteamiento reduccionista de la financiación de la ciencia.

Claro que existe un peligro, que este argumento se utilice a modo de comodín, como una coartada: debe financiarse y promoverse la investigación básica porque de ella pueden surgir grandes avances que en principio son imprevisibles. El problema de cargar demasiado las tintas en esto es que las promesas en vacío pueden crear una deuda que ponga la soga al cuello a la ciencia básica, al dar la ocasión a los enemigos de la ciencia —que los hay incluso en los gobiernos— a cerrar el grifo a la menor oportunidad, cuando la amortización de esa deuda se demora demasiado y no acaba de llegar.

Hace años, cuando el Gran Colisionador de Hadrones (más conocido como LHC) terminó de construirse y comenzó a funcionar, los periodistas preguntaban a los físicos: “y esto, ¿para qué sirve?” Los físicos trataban de adornar sus respuestas con referencias a las aplicaciones derivadas de la ciencia básica. Comprensiblemente, se veían obligados a justificar ante la sociedad el gasto en una instalación tan enormemente cara, y pocos se atrevían a dejar la explicación en que el LHC sirve para descifrar el alfabeto en el que está escrito el universo.

Es comprensible, hasta cierto punto, que incluso las campañas publicitarias institucionales hablen de la inversión en ciencia por los beneficios que puede aportar en el futuro. Pero es engañoso. Algunos pensamos que sería preferible hacer pedagogía sobre el valor intrínseco de la ciencia básica. Todavía hoy, la ciencia sigue descavernicolizando a los humanos. Y, por desgracia, todavía quedan muchos humanos que descavernicolizar

Javier Yanes
Periodista, escritor, biólogo y doctor en Bioquímica y Biología Molecular

Soy periodista, biólogo y doctor en Bioquímica y Biología Molecular. Antes de dedicarme al periodismo, en los años 90 trabajé en investigación en el Centro Nacional de Biotecnología y publiqué 19 estudios científicos y revisiones. Como periodista de ciencia, fui jefe de sección de Ciencias del diario Público, y entre mis colaboraciones figuran medios como El País/Materia, El Huffington Post, ABC, Efe o BBVA OpenMind, entre otros. En mis ratos libres también intento viajar y escribir sobre viajes. He publicado tres novelas: 'El señor de las llanuras' (Plaza & Janés, 2009), 'Si nunca llego a despertar' (Plaza & Janés, 2011) y 'Tulipanes de Marte' (Plaza & Janés, 2014).

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