OPINIÓN

Oriente Próximo: la comprensión del conflicto

Una mujer se abraza a su bebé en Gaza.
Una mujer se abraza a su bebé en Gaza.
Europa Press
Una mujer se abraza a su bebé en Gaza.

Un día, hace unos años, llegó mi hija mayor a casa después del colegio. No sé si estaba en tercero, en cuarto o en quinto de Primaria, pero el caso es que venía de clase y me dijo lo siguiente: "Hoy en Historia hemos dado el ETA". ¡El ETA! El uso de un artículo que convertía a la tenebrosa organización en un ente del género masculino me produjo un efecto ambivalente. Por un lado, qué alivio que mis hijos no tuvieran que padecer el terror cotidiano que vivió mi generación; por otro, qué extraño vértigo ante el olvido de lo que aquello fue y supuso y sigue suponiendo para quienes fueron sus víctimas directas y se quedaron sin hijos, sin padres, sin amigos, sin novios, sin piernas...

Mi generación se acostumbró a despertar cada semana o cada mes con imágenes atroces de atentados en televisión. La región -o nacionalidad histórica, como se la quiera llamar- con más dinero y recursos de España -o, si se prefiere, del Estado español- tenía a unos terroristas que mataban por una opresión que -pásmate, morena- se traducía en una financiación privilegiada y en unos servicios públicos imposibles para el resto de los ciudadanos españoles, y encima lo hacían desde posiciones victimistas y de izquierdas y comparándose con Mandela (como si los negros de Sudáfrica hubieran sido los más ricos del país durante el Apartheid).

Aunque desaparecido el terrorismo, todos aquellos episodios crueles perduran en la memoria de quienes los presenciamos y sufrimos en vida. Nunca olvido, por ejemplo, una escena tras el atentado del Puente de Vallecas: alrededor de los escombros y el fuego, un hombre rubio y fornido gritaba lleno de desesperación; como tampoco olvido imágenes mucho peores que todos los de mi edad recordarán. 

El estado de estrés emocional era permanente porque la crueldad no cesaba, y la frialdad de las justificaciones públicas de los portavoces políticos del entorno de la banda lo dejaban a uno perplejo, cuando no humillado. Y eran desconcertantes las almas cándidas que, en ocasiones, te afeaban la indignación: "Es que hay que vivir en el País Vasco para entenderlo", decían, como si el problema solo afectara a quienes transitaban Hernani o Rentería.

Estos días, también algunos defensores acérrimos de la política belicista de Netanyahu argumentan que hay que ser israelí de pleno derecho para comprender el conflicto de Oriente Próximo y opinar sobre él, como si no hubiera entre los propios ciudadanos de Israel más posición política que la del primer ministro. Y el Estado judío organiza proyecciones para periodistas europeos con el fin de que presencien las atrocidades de Hamás en el kibutz, de que entiendan el problema igual que si vivieran en su epicentro. 

Son vídeos trabajados desde diversas perspectivas: la de los terroristas, la de las víctimas y la de las cámaras de seguridad. Se trata, claro, de concienciar a quienes gozan de cierta influencia mediática de que una operación militar contundente no solo es justificable, sino necesaria. Y, por lo que he leído, se consigue. 

Cuando uno visiona esos vídeos tan duros se puede entender perfectamente un afán de venganza; se puede comprender la pulsión de Netanyahu. Pero también se comprende el odio palestino, demasiado bien, cuando vemos en televisión a esos padres de Gaza con los cadáveres de sus niños en brazos tras un nuevo bombardeo o, simplemente, cuando leemos las últimas cifras escalofriantes: 10.000 civiles palestinos muertos; de ellos, 4.000 niños. Cuando uno ve, escucha y lee tanto horror, lo comprende todo. Es decir, no comprende nada.

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