Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

Puigdemont y el patio

Comin (d) y Puigdemont (izq) durante la sesión de Estrasburgo.
Comin (d) y Puigdemont (izq) durante una sesión en el Parlamento Europeo.
EFE/EPA/RONALD WITTEK
Comin (d) y Puigdemont (izq) durante la sesión de Estrasburgo.

El dinero no tiene patria, como sabemos desde los fenicios y volvimos a comprobar (otra vez) cuando Ferrovial dejó de ser española y se hizo, al menos de momento, neerlandesa. Empeñarse en ponerle bandera, himnos y patriotismos al dinero es ponerse en ridículo.

Desde su lejano palacete de Waterloo, agraciado con la lotería de una inaudita aritmética parlamentaria, Carles Puigdemont acaba de demostrar, por si alguien aún no lo supiera, de qué pasta está hecho. Dispuesto a vender muy caro su apoyo inicial al gobierno de Pedro Sánchez, ha anunciado que votará en contra del plan de medidas anticrisis que plantea el Ejecutivo si este no sanciona a las empresas que huyeron de Cataluña hace algo más de seis años. Eso tiene el mismo sentido que imponer como condición que Sánchez acabe con la sequía o que se declare ahora mismo al Barça ganador de la Liga de fútbol de esta temporada. Son cosas que el Gobierno no puede hacer. No podría aunque quisiera.

Fueron alrededor de 7.400 las empresas de todos los tamaños que cerraron sus oficinas en Barcelona y se fueron a otro sitio, muchas de ellas a Madrid. ¿Por qué lo hicieron? Porque Puigdemont y otros sans-culottes de la política, ebrios de lo que Julio Cortázar llamaba “patiotismo”, decidieron proclamar la independencia de Cataluña y ponerse a cantar (bastante mal, por cierto) Els segadors varias veces al día. El “patiotismo” viene de patio, no de patria. Es la defensa de lo doméstico, de lo aldeano, frente a las grandes ideas.

Eso fue lo que pasó, y miles de empresas reaccionaron como las aves cuando se produce un súbito y drástico cambio en las condiciones del clima: emigran y se van volando a otro sitio en donde puedan anidar con seguridad. Los indepes, entonces, se pusieron de perfil y aseguraron que aquello no tenía la menor importancia. Vaya si la tenía. Ahora se ve. Puigdemont, que sigue viviendo en la cada vez más despoblada ilusión del “patiotismo”, exige ahora que se castigue a aquellos réprobos, a aquellos desertores, a aquellos apóstatas de la verdadera fe, que era la suya, no faltaba más. Pobre hombre.

Esta es la primera votación parlamentaria importante a la que se enfrenta el fragilísimo Gobierno de Sánchez, que tiene sus dos pies puestos en un suelo cubierto de hielo. El plan anticrisis es del todo necesario para los ciudadanos (para todos) y para el propio Estado, cuyas Cuentas pueden sufrir un terrible quebranto si no sale adelante. Pero eso a Puigdemont le importa un rábano. Él no se siente parte del Estado y se levanta y se acuesta envuelto en la bandera. En la suya.

Sin embargo, este desatino tiene una parte buena. Cuando se escriben estas líneas, los emisarios de Sánchez están suplicando al PP que les preste su apoyo para sacar adelante esas medidas indispensables y prescindir así del apoyo de Puigdemont… y de los cinco diputados de Podemos, agazapados en su casamata del Grupo Mixto, y a los que también mueve el rencor mucho más que el sentido de Estado.

Este puede ser el primer resbalón sobre el hielo. Si no se parte (políticamente) el cuello, cabe esperar que Sánchez se dé cuenta, de una puñetera vez, de que con los apoyos que se ha buscado no va a ninguna parte sino al desastre. Y empiece a plantearse lo que tantas veces se le ha repetido: una “gran coalición” de estilo alemán entre los dos grandes partidos constitucionales. O eso, o esta legislatura será inevitablemente breve. No se puede sobrevivir cuando se está en manos de un tipo que trata de ponerle patrias e himnos al dinero. Y que pretende que se le tome en serio.

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